Un film implacable e impecable
"La Pasión de Cristo" (Estados Unidos, 2004). Dirección: Mel Gibson. Con James Caviezel, Maia Morgenstern, Monica Bellucci, Mattia Sbragia, Hristo Naumov Shopov, Claudia Gerini, Luca Lionello, Sergio Rubini, Toni Bertorelli, Roberto Bestazzoni, Francesco Cabras, Giovanni Capalbo y Rosalinda Celentano. Guión: Benedict Fitzgerald y Mel Gibson. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: John Debney. Edición: John Wright. Diseño de producción: Francesco Frigeri. Vestuario: Maurizio Millenotti. Presentada por 20th Century Fox. Duración: 124 minutos. Para mayores de 16 años
Nuestra opinión: muy buena

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Lo primero que hay que destacar en este film de Mel Gibson es su aterradora carga de violencia. La Pasión de Jesucristo no había sido nunca evocada en el cine con un realismo tan descarnado y feroz. Los castigos corporales que va recibiendo Jesús hasta su muerte en la Cruz son mostrados con una crudeza que por momentos resulta difícil tolerar.

El ruido de los martillazos sobre los clavos que perforan su mano -o su pie- adquiere, por ejemplo, una resonancia escalofriante. No exageramos si decimos que toda la iconografía cinematográfica anterior sobre la tragedia del Gólgota (incluidas las muy dignas versiones de George Stevens, Franco Zeffirelli o Pier Paolo Pasolini) queda relegada a una suerte de limbo o jardín de infantes del documentalismo audiovisual en comparación con los niveles de crueldad y horror que Mel Gibson nos propone en esta crónica implacable y sangrienta de la crucifixión del Mesías.
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Esto tiene, obviamente, varios niveles de análisis. Por un lado, hay que reconocerle a Mel Gibson el mérito de haber llegado más lejos que nadie en su aproximación testimonial a esa cima sublime del relato evangélico que es la Pasión y la Muerte de Jesús. Es que sólo en el martirio extremo, en el sufrimiento descarnado y total, está contenido y cifrado el gesto supremo del Dios hecho hombre. La violencia y la crueldad no son, aquí, gratuitas: son funcionales al misterio de la redención del género humano por el sacrificio del Hijo de Dios.

En el contexto de esa verdad trascendente se explica y se justifica plenamente la estrategia narrativa y estética de Gibson: a mayor intensidad de sufrimiento, mayor dimensión de la ofrenda visceral de amor que salva y redime a la humanidad.
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Ahora bien, desde una óptica más crítica e incisiva, y abriendo una controversia que seguramente no va a ser fácil cerrar, podríamos plantearnos algunos interrogantes. ¿Qué nos ofrece, en definitiva, la Pasión de Gibson? ¿Sólo sangre, sudor y lágrimas? ¿No tendría que habernos ofrecido algo más, en homenaje a la integridad estructural a que aspira toda propuesta cinematográfica? ¿No tendría que haber sido más explícito el film en la exploración del mensaje esencial y enaltecedor de lo humano que define al cristianismo? ¿No le está faltando a la historia algún elemento que vincule más abarcativamente el horror de la crucifixión con las esencias dignificadoras del discurso cristiano, tal como brotan de la Palabra de Jesús a lo largo de su magisterio público?
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Aquí tropezamos con un viejo dilema de la crítica cinematográfica. ¿Por qué elementos juzgamos a un film? ¿Por lo que muestra o por lo que calla u omite? ¿Por lo que está presente en la pantalla o por lo que se da por sobreentendido? En el caso de Mel Gibson, hay un dato terminante: él eligió hacer un film sobre las últimas doce horas de la vida del Mesías. Y lo hizo admirablemente bien. Dijo todo lo que había que decir sobre los hechos que se encadenan desde que Jesús es apresado en el Monte de los Olivos hasta el momento en que entrega su alma al Padre, instante supremo tras el cual sobrevienen un impresionante temblor cósmico y, más tarde, el giro de la piedra iluminada que prenuncia la Resurrección. La crónica de Gibson es, en sí misma, impecable, rotunda, completa. ¿Por qué pedirle algo más?
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Dejemos, entonces, esta incipiente objeción que dejamos marcada, y detengámonos en lo que efectivamente es el tema central del film: la crónica de la Pasión. Ya hemos dicho que está expuesto con violencia. Ya hemos dicho que es un film sangriento y estremecedor. Pero no compartimos de ninguna manera la opinión de quienes han creído reconocer detrás de toda esa violencia un espíritu antisemita.
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El clima de violencia exaltada en el que transcurre la historia es, ni más ni menos, el que corresponde a las pautas culturales de ese tiempo histórico y es, además, el que surge de los textos evangélicos. No se advierte en el tratamiento que Gibson ha dado al tema ningún matiz específicamente antijudío. La exaltación narrativa -ya lo dijimos- está determinada por el intento de potenciar la ofrenda de amor que posibilita la redención del género humano. Y esa redención, en la visión del cristianismo, no distingue entre naciones, comunidades o grupos étnicos: los incluye a todos.
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Sin desmentir su ejemplar fidelidad a la letra y al espíritu de la narración evangélica, Gibson ha incorporado elementos altamente creativos y de bellísima resolución cinematográfica. Uno de sus aciertos ha consistido en la elección de actrices y actores que nunca sobrepasan el límite de una saludable línea de sobriedad. Para una historia que requiere personajes de reconocida universalidad, ése fue un criterio acertado. Las caras famosas no son las más adecuadas para encarnar a figuras fuertemente instaladas en el imaginario histórico.
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El actor norteamericano Jim Caviezel expresa las angustias y los atroces padecimientos físicos de Jesús sin caer en las tentaciones de la sobreactuación. Su Jesucristo -más allá de una mínima coincidencia en el parecido con la iconografía tradicional- es lo que esencialmente debía ser: un desconocido, un hombre como todos. Por lo mismo que todo lo que sucede a su alrededor es extraordinario, él no necesita serlo: si hubiera sobreactuado su parte, su interpretación habría dejado de ser funcional a una historia en la cual los protagonistas no son hombres comunes, sino figuras enlazadas a un destino prefijado e irrenunciable.
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Los sucesivos planos de la figura de la Virgen María, encarnada por la espléndida actriz rumana Maia Morgenstern, le han permitido a Gibson obtener algunos efectos de refinada belleza. Su rostro emerge de tanto en tanto entre la multitud como un testigo fundamental que va marcando la progresión del drama desde una expresión de dolor contenido, casi neutro. Es María, es la madre que va acompañando el martirio de su hijo, pero es al mismo tiempo una presencia humana que se siente tocada también por el misterio de esa Muerte y de esa Vida que han venido a cambiar el mundo. Los restantes personajes -Pedro, Judas, María Magdalena- juegan eficazmente sus partes en el mismo nivel de sobriedad que Gibson le reclamó al conjunto. La excepción es, tal vez, el caso del actor Hristo Naumar Shopov, que encarna a Poncio Pilatos. Por el natural distanciamiento de su personaje con el nudo dramático central, este actor se permite ir bastante más allá en la transmisión de sus tribulaciones interiores. Y debe reconocerse que lo hace con soltura y eficacia.
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Los flashbacks que Gibson ha intercalado a lo largo del camino del Calvario como datos de la memoria subjetiva de Jesús o de los otros personajes tienen algún efecto positivo, pero no alcanzan para rescatar los elementos constitutivos del mensaje evangélico global que hubieran enriquecido a la película con una visión más abarcadora del misterio del Hijo de Dios. Pero esa -ya lo hemos explicado- sería otra película y no la que Mel Gibson eligió realizar.
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Un elemento creativo del director que merece ser destacado es la inclusión de un extraño personaje que representa al demonio y que tiene la apariencia de una mujer calva con voz de hombre. Gibson reitera esa aparición con toques fugaces, pero no abusa de ella. La muestra, sabiamente, en sugestivo contrapunto con los restantes rostros de la multitud que se asoman, alternativamente, al largo peregrinaje de Jesucristo hacia la Cruz.
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El hecho de que la película esté hablada en arameo y en latín, según sean judíos o romanos los personajes que animan la escena, contribuye a reforzar poderosamente la autenticidad documental del relato. La reconstrucción de época, apoyada sobre un sólido trabajo escenográfico y de vestuario, está resuelta en un nivel de irreprochable rigor histórico.
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Por Bartolomé de Vedia
De la Redacción de LA NACION
.<< Comienzo de la nota"La Pasión de Cristo" (Estados Unidos, 2004). Dirección: Mel Gibson. Con James Caviezel, Maia Morgenstern, Monica Bellucci, Mattia Sbragia, Hristo Naumov Shopov, Claudia Gerini, Luca Lionello, Sergio Rubini, Toni Bertorelli, Roberto Bestazzoni, Francesco Cabras, Giovanni Capalbo y Rosalinda Celentano. Guión: Benedict Fitzgerald y Mel Gibson. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: John Debney. Edición: John Wright. Diseño de producción: Francesco Frigeri. Vestuario: Maurizio Millenotti. Presentada por 20th Century Fox. Duración: 124 minutos. Para mayores de 16 años
Nuestra opinión: muy buena
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Lo primero que hay que destacar en este film de Mel Gibson es su aterradora carga de violencia. La Pasión de Jesucristo no había sido nunca evocada en el cine con un realismo tan descarnado y feroz. Los castigos corporales que va recibiendo Jesús hasta su muerte en la Cruz son mostrados con una crudeza que por momentos resulta difícil tolerar. El ruido de los martillazos sobre los clavos que perforan su mano -o su pie- adquiere, por ejemplo, una resonancia escalofriante. No exageramos si decimos que toda la iconografía cinematográfica anterior sobre la tragedia del Gólgota (incluidas las muy dignas versiones de George Stevens, Franco Zeffirelli o Pier Paolo Pasolini) queda relegada a una suerte de limbo o jardín de infantes del documentalismo audiovisual en comparación con los niveles de crueldad y horror que Mel Gibson nos propone en esta crónica implacable y sangrienta de la crucifixión del Mesías.
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Esto tiene, obviamente, varios niveles de análisis. Por un lado, hay que reconocerle a Mel Gibson el mérito de haber llegado más lejos que nadie en su aproximación testimonial a esa cima sublime del relato evangélico que es la Pasión y la Muerte de Jesús. Es que sólo en el martirio extremo, en el sufrimiento descarnado y total, está contenido y cifrado el gesto supremo del Dios hecho hombre. La violencia y la crueldad no son, aquí, gratuitas: son funcionales al misterio de la redención del género humano por el sacrificio del Hijo de Dios. En el contexto de esa verdad trascendente se explica y se justifica plenamente la estrategia narrativa y estética de Gibson: a mayor intensidad de sufrimiento, mayor dimensión de la ofrenda visceral de amor que salva y redime a la humanidad.
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Ahora bien, desde una óptica más crítica e incisiva, y abriendo una controversia que seguramente no va a ser fácil cerrar, podríamos plantearnos algunos interrogantes. ¿Qué nos ofrece, en definitiva, la Pasión de Gibson? ¿Sólo sangre, sudor y lágrimas? ¿No tendría que habernos ofrecido algo más, en homenaje a la integridad estructural a que aspira toda propuesta cinematográfica? ¿No tendría que haber sido más explícito el film en la exploración del mensaje esencial y enaltecedor de lo humano que define al cristianismo? ¿No le está faltando a la historia algún elemento que vincule más abarcativamente el horror de la crucifixión con las esencias dignificadoras del discurso cristiano, tal como brotan de la Palabra de Jesús a lo largo de su magisterio público?
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Aquí tropezamos con un viejo dilema de la crítica cinematográfica. ¿Por qué elementos juzgamos a un film? ¿Por lo que muestra o por lo que calla u omite? ¿Por lo que está presente en la pantalla o por lo que se da por sobreentendido? En el caso de Mel Gibson, hay un dato terminante: él eligió hacer un film sobre las últimas doce horas de la vida del Mesías. Y lo hizo admirablemente bien. Dijo todo lo que había que decir sobre los hechos que se encadenan desde que Jesús es apresado en el Monte de los Olivos hasta el momento en que entrega su alma al Padre, instante supremo tras el cual sobrevienen un impresionante temblor cósmico y, más tarde, el giro de la piedra iluminada que prenuncia la Resurrección. La crónica de Gibson es, en sí misma, impecable, rotunda, completa. ¿Por qué pedirle algo más?
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Dejemos, entonces, esta incipiente objeción que dejamos marcada, y detengámonos en lo que efectivamente es el tema central del film: la crónica de la Pasión. Ya hemos dicho que está expuesto con violencia. Ya hemos dicho que es un film sangriento y estremecedor. Pero no compartimos de ninguna manera la opinión de quienes han creído reconocer detrás de toda esa violencia un espíritu antisemita.
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El clima de violencia exaltada en el que transcurre la historia es, ni más ni menos, el que corresponde a las pautas culturales de ese tiempo histórico y es, además, el que surge de los textos evangélicos. No se advierte en el tratamiento que Gibson ha dado al tema ningún matiz específicamente antijudío. La exaltación narrativa -ya lo dijimos- está determinada por el intento de potenciar la ofrenda de amor que posibilita la redención del género humano. Y esa redención, en la visión del cristianismo, no distingue entre naciones, comunidades o grupos étnicos: los incluye a todos.
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Sin desmentir su ejemplar fidelidad a la letra y al espíritu de la narración evangélica, Gibson ha incorporado elementos altamente creativos y de bellísima resolución cinematográfica. Uno de sus aciertos ha consistido en la elección de actrices y actores que nunca sobrepasan el límite de una saludable línea de sobriedad. Para una historia que requiere personajes de reconocida universalidad, ése fue un criterio acertado. Las caras famosas no son las más adecuadas para encarnar a figuras fuertemente instaladas en el imaginario histórico.
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El actor norteamericano Jim Caviezel expresa las angustias y los atroces padecimientos físicos de Jesús sin caer en las tentaciones de la sobreactuación. Su Jesucristo -más allá de una mínima coincidencia en el parecido con la iconografía tradicional- es lo que esencialmente debía ser: un desconocido, un hombre como todos. Por lo mismo que todo lo que sucede a su alrededor es extraordinario, él no necesita serlo: si hubiera sobreactuado su parte, su interpretación habría dejado de ser funcional a una historia en la cual los protagonistas no son hombres comunes, sino figuras enlazadas a un destino prefijado e irrenunciable.
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Los sucesivos planos de la figura de la Virgen María, encarnada por la espléndida actriz rumana Maia Morgenstern, le han permitido a Gibson obtener algunos efectos de refinada belleza. Su rostro emerge de tanto en tanto entre la multitud como un testigo fundamental que va marcando la progresión del drama desde una expresión de dolor contenido, casi neutro. Es María, es la madre que va acompañando el martirio de su hijo, pero es al mismo tiempo una presencia humana que se siente tocada también por el misterio de esa Muerte y de esa Vida que han venido a cambiar el mundo. Los restantes personajes -Pedro, Judas, María Magdalena- juegan eficazmente sus partes en el mismo nivel de sobriedad que Gibson le reclamó al conjunto. La excepción es, tal vez, el caso del actor Hristo Naumar Shopov, que encarna a Poncio Pilatos. Por el natural distanciamiento de su personaje con el nudo dramático central, este actor se permite ir bastante más allá en la transmisión de sus tribulaciones interiores. Y debe reconocerse que lo hace con soltura y eficacia.
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Los flashbacks que Gibson ha intercalado a lo largo del camino del Calvario como datos de la memoria subjetiva de Jesús o de los otros personajes tienen algún efecto positivo, pero no alcanzan para rescatar los elementos constitutivos del mensaje evangélico global que hubieran enriquecido a la película con una visión más abarcadora del misterio del Hijo de Dios. Pero esa -ya lo hemos explicado- sería otra película y no la que Mel Gibson eligió realizar.
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Un elemento creativo del director que merece ser destacado es la inclusión de un extraño personaje que representa al demonio y que tiene la apariencia de una mujer calva con voz de hombre. Gibson reitera esa aparición con toques fugaces, pero no abusa de ella. La muestra, sabiamente, en sugestivo contrapunto con los restantes rostros de la multitud que se asoman, alternativamente, al largo peregrinaje de Jesucristo hacia la Cruz.
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El hecho de que la película esté hablada en arameo y en latín, según sean judíos o romanos los personajes que animan la escena, contribuye a reforzar poderosamente la autenticidad documental del relato. La reconstrucción de época, apoyada sobre un sólido trabajo escenográfico y de vestuario, está resuelta en un nivel de irreprochable rigor histórico.
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Por Bartolomé de Vedia
De la Redacción de LA NACION


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