Cuando nos aventuramos en conversaciones sobre la soltería o el matrimonio tocamos el alma. Debemos ser sabios para movernos con cautela, escuchar bien y para resistir el impulso de generalizar o suponer que nuestra experiencia es un buen ejemplo de cuáles son los anhelos y luchas de todos los demás.
Mientras escribo este artículo, no lo hago principalmente como un hombre casado, sino como un pastor que se sienta a hablar con personas en cuanto al amplio espectro de este tema.
Al tener estas conversaciones, descubro cuán parecidos somos, y cómo nuestros deseos y sufrimientos son temas que tenemos en común. Un hombre soltero resiente el hecho —en su opinión— de que sus amigos encontraron el amor y el matrimonio de una manera fácil.
Dos rupturas dolorosas lo han dejado tambaleándose, y aunque desea que no fuera así, hay envidia y desesperanza merodeando en su corazón. Del mismo modo, una mujer casada, con una carrera exitosa y una familia encantadora, reconoce que jamás se había sentido tan sola.
Ella cree que su matrimonio ha sido sentenciado a vivir sin amor y en aislamiento. Es bueno que recordemos que la soledad, las luchas y las frustraciones nos afligen a todos, y que no somos la experiencia exclusiva de ningún grupo social.
De la misma manera, la alegría puede llegar a nosotros desde cualquier ángulo. Conozco mujeres que pueden sentirse agradecidas y satisfechas con su vida. Estar contentas sin tener un esposo, y no sentir que su felicidad depende de una marcha nupcial. Pueden apreciar la libertad que tienen para dar su tiempo y sus recursos a las personas que aman y al trabajo que valoran.
Asimismo, hace varios años una pareja hizo los votos de amarse mutuamente por el resto de sus días. En las décadas transcurridas desde entonces, criaron cuatro hijos, se preocuparon por ahorrar para pagarles los estudios en la universidad, y una y otra vez renovaron su promesa de amor.
Aunque la vida les ha puesto muchas demandas, ellos no podrían estar más agradecidos por las cosas que Dios les ha dado. Por tanto, ni estar soltero ni estar casado define una vida buena. En este mundo hay mil maneras de ser felices.
Es claro que la gracia y las penalidades de la vida no están divididas por una línea de soltero-casado. Pero, por alguna razón, nos segmentamos de maneras que perpetúan la idea falsa de que las dos categorías son totalmente distintas, como si viviéramos en planetas diferentes.
Pero la verdad es que lo que nos une es mucho más grande y profundo que lo que nos separa. Nuestros deseos frustrados y nuestros estallidos de alegría no son resultado de nuestro estado civil, sino de nuestra condición humana. Todos conocemos el abatimiento, y gracias a nuestro Dios misericordioso, recibimos bendiciones.
Cada uno de nosotros anhela la amistad y el compañerismo. Cada uno de nosotros puede estar seguro de que tendrá ideales destrozados. Cada uno de nosotros será tentado a buscar amor y significado fuera de Dios. Cada uno de nosotros recibe gracia para sostenernos en medio de los trechos accidentados de nuestra vida. Y cada uno de nosotros encontrará la bondad inmensa de Dios y experimentará la belleza del amor.
La buena noticia es que nuestra realidad más esencial no es nuestra condición civil sino más bien la vida que tenemos en Dios. Como nos recuerda Colosenses 1.16, todos fuimos “creado[s] por medio de él y para él”. Cuando Dios es nuestro centro, todas las otras identidades o diferencias quedan subordinadas.
Teniendo en cuenta estas verdades, es crucial que nos definamos ante todo como “la iglesia”, en vez de simplemente “casados” o “solteros”. Después de todo, nuestra identidad básica no depende de un anillo de matrimonio sino del hecho de que somos cristianos.
Nuestra cultura, obsesionada por establecer separaciones y fijar su atención en nuestras miopes experiencias, debe escuchar el testimonio de la iglesia: Somos uno en Cristo, el cuerpo de Jesús. En la iglesia, Dios nos da la bienvenida a la nueva comunidad. Dios nos ha unido, y lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.
Con nuestra identidad compartida y nuestras luchas comunes, debería ser obvio que nadie tiene el monopolio de la virtud cristiana. Tanto los solteros como los casados deben vivir a plenitud para la gloria de Dios, en medio de los detalles particulares de los días que nos han sido dados.
En obediencia al Señor Jesús, debemos dar nuestras vidas por nuestros hermanos. El teólogo Stanley Hauerwas lo dice muy bien: “No amamos porque estamos casados, sino porque somos cristianos”. Si bien el amor conyugal nos da una perspectiva de la bondad de Dios, y el amor de los solteros nos da otra. Ambos amores encuentran su origen en Dios; ambos demuestran visiblemente la actitud misericordiosa de Dios.
Aunque no hemos vivido bien esta verdad, la Escritura nos enseña que el cuerpo de Cristo necesita tanto de las parejas casadas como de los solteros para mostrar la nueva naturaleza de la comunidad de Dios. Solteros y casados se necesitan unos a otros para expresar la amplitud del reino de Dios.
Cada uno representa una manera de ir tras el mismo fin: la vida con Dios y la dedicación a sus propósitos en el mundo. La soltería ejemplifica el amor de Dios al consagrar nuestra pasión, energías y dones a la “causa del reino de los cielos” (Mt 19.12).
Hoy en día, la soltería es poco valorada. Este es un giro extraño de los acontecimientos ya que en los primeros siglos de la iglesia, a veces, se fue al otro extremo, y trataba al matrimonio como algo de segunda clase. No tiene que haber una jerarquía espiritual.
Tanto el Señor Jesús como Pablo manifestaron aprecio tanto por la soltería como por el matrimonio confirmando que eran vocaciones deseables. Pero en una cultura que da por sentado la importancia del matrimonio, necesitamos dar importancia a nuestros otros dones.
Una persona soltera puede tener la capacidad de vivir una vida más sencilla y dedicarle tiempo a un número mayor de personas, o de estar presentes en esferas más amplias. Además, una persona soltera tiene la oportunidad única de enseñarnos cómo resistir el concepto idolátrico de que el matrimonio (o cualquier otra realidad aparte de Dios) nos dará una vida perfecta.
Muchos solteros, por supuesto, permanecen sin casarse durante un tiempo, y no tienen un llamamiento de por vida para seguir a Jesús en ese estado. Sin embargo, durante esta fase temporal, los solteros nos permiten ver la gracia en acción.
Cuando la persona soltera no está preocupada por su futuro, sino que tiene la confianza de que Dios tiene su vida en sus manos, nosotros también somos desafiados a confiarle a Él nuestras dudas. Cuando los solteros dan sus recursos y sus energías, y nos sirven de guía en cuanto a generosidad y sencillez, escuchamos a Dios llamándonos a unirnos con ellos en esta valiente fe.
Y todos nosotros, solteros o casados, podemos recibir de la iglesia el regalo de la familia, recordándonos que nuestra primera identidad está en la manera como el Espíritu Santo nos une. Somos el pueblo de Dios, solteros y casados. Somos socios en el reino de Dios.