Frente a la burla y el dolor, Jesús guardó silencio. La coronación de espinas revela una profunda verdad sobre su carácter y misión.
El silencio de Cristo no fue pasividad, sino una elección deliberada que manifiesta su soberanía, su amor inquebrantable y su cumplimiento de la voluntad del Padre.
El silencio de Jesús
Uno de los aspectos más impactantes de la coronación de espinas es el silencio de Jesús. Mientras los soldados se mofaban, escupían y golpeaban al “Rey de los judíos”, Él no respondió con ira ni con milagros de juicio, aunque tenía poder para hacerlo (Mateo 26:53). Su silencio no era impotencia, sino dominio propio; no era derrota, sino autoridad.
Este silencio refleja la profecía de Isaías 53:7: “Como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció”. Cristo calló porque su misión no era defenderse, sino entregarse.
Cada espina que penetraba su frente era un paso más hacia la redención. Su sufrimiento no era un accidente, sino un acto deliberado de amor.
La frivolidad del pecado humano
Además, su silencio desenmascara la frivolidad del pecado humano. Mientras los soldados reían, Él, el Juez de toda la tierra (Génesis 18:25), los observaba con compasión. Su quietud era un juicio contra la violencia del mundo, una denuncia de la injusticia que, paradójicamente, Él cargaba sobre sí.
Hoy, ese mismo silencio nos habla.
En un mundo que clama por venganza y grita para ser escuchado, Cristo nos muestra que hay poder en la mansedumbre. Su corona de espinas nos pregunta: ¿confiamos en que Dios tiene el control, incluso cuando el dolor parece insoportable? ¿Creemos que Él puede transformar nuestra humillación en gloria, como hizo con la suya?
La corona de espinas, entonces, no es solo un símbolo de sufrimiento, sino de esperanza. Porque el Rey que calló ante sus acusadores es el mismo que un día “vendrá con gloria” (Apocalipsis 19:11-16). Y entonces, toda rodilla se doblará ante Aquel que, por amor, llevó nuestras espinas para darnos su corona de vida.