La supremacía de Cristo desenmascara toda falsa religiosidad
En Mateo 22:41-46, Jesús no solo silencia a los fariseos, sino que revela una verdad incómoda: el Mesías no es un simple heredero de David, sino su Señor. Hoy, como entonces, muchos reducen a Cristo a un símbolo cultural, un líder ético o un recurso para bendiciones temporales.
Pero la pregunta de Jesús —“Si David lo llama ‘Señor’, ¿cómo puede ser su hijo?”— rompe todos los esquemas.
Jesús confronta a los fariseos con una pregunta que revela su divinidad: el Mesías no era solo un descendiente de David, sino su Señor. Esto dejó a sus oponentes en silencio, porque no podían reconciliar su idea de un Mesías político con el Hijo de Dios encarnado.
Hoy, muchos reducen a Jesús a un maestro moral o un líder histórico, pero Él es el “Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6). Si David, siendo rey, lo llamó Señor, ¿cómo no lo haremos nosotros?
La verdadera fe no se conforma con un Jesús a nuestra medida; se postra ante el Dios encarnado cuya autoridad exige una rendición total.
La supremacía de Cristo es el fundamento de toda adoración genuina
Cuando Jesús cuestiona a los fariseos sobre la identidad del Mesías (Mateo 22:42), no está jugando a debates teológicos.
Está revelando que la esencia de la fe está en reconocerlo como lo que es: el Hijo eterno de Dios, digno de toda alabanza. David, inspirado por el Espíritu, lo llamó “Señor” (Salmo 110:1), y esa confesión sigue siendo hoy la piedra angular de la Iglesia.
No hay neutralidad posible: o lo tratamos como un personaje histórico más, o nos arrodillamos ante el Rey de reyes cuya Palabra permanece cuando todo lo demás cae (Marcos 13:31).