¡Claro que creo en los seminarios! Si nuestra generación de cristianos hispanoamericanos no desarrolla una sólida educación cristiana y teológica, la evangelización podría ser solo “engordamiento y no crecimiento.
Solo podría ser un traslado de una experiencia religiosa católico romana a otra experiencia religiosa evangélica, sin incluir las implicaciones éticas del evangelio.
Creo mucho en el papel vital que juegan los buenos seminarios e institutos bíblicos para desarrollar los buenos obreros que sepan “trazar bien la palabra de verdad” y que formen cristianos semejantes a Jesús.
Pero me aterra descubrir cuántas instituciones teológicas son solo grupos de devaneos intelectuales que han destruido la fe de muchos.
El líder de una denominación me dijo una vez: “Nuestra denominación envía al seminario candidatos al ministerio y el seminario nos devuelve semiateos”.
No me interesan las instituciones teológicas que en pro de altos niveles académicos se acomodan al razonamiento marxista o se unen con un liberalismo destructor de los fundamentos de nuestra fe.
No que no sean pertinentes ya, pero junto a los buenos seminarios existentes, el Espíritu Santo está llamando hoy a mujeres y hombres profesionales ya formados en círculos seculares.
A esta edad y altura de sus vidas ya no tienen tiempo de detenerse y encerrarse en un seminario. ¡Claro que desearían hacerlo! Pero la edad y el desafío del momento son tan urgentes que no les dan tiempo. Hay algo que quema sus corazones.
Por eso algo debería hacerse para proveerles, al nivel de ellos (¡son profesionales!), una “educación teológica a domicilio”.
Por eso hoy en América Latina descubro algunos de los pastores de las iglesias más grandes e influyentes que son personas que salieron del periodismo, la medicina, la ingeniería, la banca o el mundo empresarial.
Dejaron posiciones muy importantes de acuerdo al criterio del ser humano. Aun dejaron posiciones económicas muy sólidas. A ellos también el Señor los sedujo y los cautivó.
Recuerdo nuestra cruzada en Torreón, México. En medio de un clima adverso, mi garganta se enfermó.
Me dijeron que podía consultar a un pastor que era doctor en medicina. Vino a mi habitación del hotel y mientras examinaba, le pregunté:
- Doctor, ¿cómo le va en su profesión?
- Mal… y usted tiene la culpa – me contestó el doctor.
- ¿Por qué me dice eso? – le pregunté sorprendido y asustado por tal aseveración.
- En uno de sus congresos asistí acompañado a un grupo de mi congregación.
La noche cuando predicó y llamó para dar la vida al ministerio. Fue cuando decidí abandonar la medicina y servir al Señor en lo que Él decidiera. Hace tres años que pastoreo una iglesia – me contestó.
Me gusta mucho lo que Charles Spurgeon decía a sus estudiantes: “Si Dios los llama a predicar el evangelio, no se rebajen a ser reyes de Inglaterra”.
Y esto que parece algo muy romántico e idealista es lo que está sucediendo en la vida de centenares de profesionales.
Abandonaron sus redes, algunas muy finas y ricas, para tomar las redes del Señor y levantar una pesca gigante para gloria de nuestro Dios. Esta es una señal divina de nuestro tiempo.
Recuerdo el caso de un amigo que hoy sirve al Señor. En su época de estudiante universitario y a punto de graduarse con un doctorado, Dios interrumpió todos sus planes en el terreno natural y lo llamó al ministerio.
Mi amigo dejó la universidad y, entre otras cosas, se inscribió en un reconocido seminario. Un día, en el tiempo de la capilla, lo llamaron para que diera testimonio de por qué estaba estudiando para el ministerio.
A esa institución había llegado una especie de fiebre nueva: ser un ministro sin un título universitario dejaba un sabor de que algo faltaba.
Cuando mi amigo bajó del púlpito, en vez de recibir felicitaciones de los muchachos, algunos le dijeron que era un tonto porque prefería un púlpito a las aulas de una universidad.
Lo irónico es que de aquellos seminaristas no hay ninguno en el ministerio, y aquel joven, hoy un hombre maduro, a pesar de las luchas y las pruebas como dice el viejo estribillo de la canción, sigue predicando.
Tomado del libro: El poder de su presencia