¿Qué significa llevar a cabo una misión para Dios? Esta es la pregunta que se hacen los cristianos evangélicos con más frecuencia en una sociedad que parece cada vez más hostil al testimonio cristiano. Por tanto, palabras misional y encarnacional están de moda, llevando a la gente a pensar holísticamente (otra palabra de moda) en cuanto a su presencia en una comunidad local particular.
Estos análisis son buenos porque ayudan a preparar al pueblo de Dios para cumplir la Gran Comisión en estos tiempos. Sin embargo, me pregunto si muchas veces complicamos la tarea de hacer discípulos. A veces, el lenguaje que utilizamos para evangelizar es tan rebuscado y académico que le impide a los cristianos comunes y corrientes utilizar lo que puede ser su recurso más importante: la personalidad que Dios les ha dado.
La evangelización puede ser difícil, porque obliga a los perdidos a confrontar su alejamiento de Dios. Sin embargo, las conversaciones espirituales son difíciles, a veces, porque nos sentimos incomodos. Parte de esto se debe a que, con frecuencia, reducimos la evangelización a una sola transacción: le comunico a la persona cierta información sobre el evangelio, y después le pido que tome una decisión.
Así, pues, intentamos hacer algo embarazoso, como es poner un folleto en la mano de un confiado pasajero del tren subterráneo; pedimos de forma abrupta a un vecino que acepte la invitación de seguir a Cristo después de una conversión casual con esa persona; o enviamos un correo electrónico mal enfocado, sin ningún contexto, a un pariente con el cual hemos perdido contacto desde hace mucho tiempo.
A veces, estos métodos funcionan. Conozco a muchas personas que llegaron a ser cristianas como consecuencia de esta clase de evangelización rápida. Sin embargo, la mayoría de las veces, las conversiones son el resultado de la formación de una amistad deliberada y auténtica. Esto implica introducirnos intencionalmente en ambientes donde estén presentes personas no creyentes. Incluye aprovechar nuestras capacidades humanas naturales para encontrar puntos de acuerdo y crear amistades. Esto requiere paciencia, no tratar de “cerrar un trato”, sino lograr acercarnos a las personas para buscar el bien de ellas y crecer en la relación.
He visto que esto funciona bien en mi vecindario. Aunque vivimos en un lugar donde el cristianismo evangélico tiene un profundo arraigo social, hay pluralidad religiosa en nuestra comunidad.
Hace poco entablamos una buena amistad con nuestros vecinos musulmanes. Nuestros hijos juegan juntos. Les hemos invitado a nuestras fiestas, y tenido charlas profundas, largas e importantes sobre el cristianismo y el islam. Y todo esto ha sucedido, no porque los confronté con un folleto de evangelización, sino gracias a que dedicamos tiempo para crear una relación.
Proverbios 18.24 nos recuerda que las amistades se crean cuando somos . . . amistosos. Normales. Humanos. Sencillos. Las relaciones no se crean con la fórmula de uno más uno es igual a dos. Las mejores relaciones son las naturales, en las que se comparten intereses, amabilidad y disposición a crecer y aprender de los demás de maneras mutuamente provechosas. Esto significa que compartimos comidas, lamentamos nuestras pérdidas y hablamos de nuestros dolores y sufrimientos. Vamos por la vida, hombro con hombro.
Los cristianos evangélicos tenemos la tendencia a complicar esto, como si las “conversaciones espirituales” estuvieran en un nivel diferente y místico. Pero lo cierto es que, cuando nos presentamos a los demás, no simplemente traemos la parte religiosa con nosotros; también nos presentamos como personas que tenemos un cuerpo y un espíritu.
Nos presentamos con la personalidad y con las emociones distintivas que Dios nos ha dado. Traemos con nosotros nuestras experiencias, nuestro trasfondo, nuestra historia; pero también nuestros prejuicios, nuestras debilidades y nuestras preferencias. Nuestra misión no es simplemente transmitir un conjunto de proposiciones programadas de antemano, sino vivir y compartir la historia de Cristo, adaptada al contexto de nuestro tiempo y de nuestro lugar.
Ser cristianos que llevan a cabo una misión para Dios significa que nos diferenciamos del mundo; representamos a un reino diferente, con sus propios valores contraculturales. Pero eso no quiere decir que somos de algún modo menos humanos. En realidad, los seguidores de Cristo debemos ser los más humanos. Somos unas nuevas creaciones que han experimentado la restauración, y que están mostrando al mundo lo que realmente es ser humanos.
La iglesia no está compuesta por un montón de personas que tienen el mismo aspecto, que suenan parecidas y que hacen las cosas de la misma manera. Si es así, hay algo que no estamos haciendo bien. Dios no está interesado en la homogeneidad, sino en formar una iglesia que sea un puesto fronterizo de su reino —una mezcla diversa de razas, de capacidades, de trasfondos y de naciones. Ser conformados a la imagen de Cristo no es ser conformistas. La imagen de Dios recreada en nosotros se ve de una manera diferente de un alma a otra.
Al relacionarnos de manera intencional con nuestros vecinos y compañeros de trabajo, debemos preocuparnos menos por mostrar un tipo de vida cristiana determinado, y preocuparnos más por la conciencia de que somos seres imperfectos y en proceso de formación. Sí, eso es encarnacional, eso es misional. Pero al nivel más básico, hacer discípulos es simplemente ser humanos.