Las características del modelo utilizado por el Hijo de Dios de Invertir intensa y dedicadamente en unos pocos, produce el fruto que más perdura y que más se sostiene a lo largo del tiempo.
¿Qué características tenía el modelo de Jesús como hacedor de discípulos? Contestar esta pregunta nos obliga a revisar el ministerio del Señor y las maneras cómo se relacionó con sus discípulos y las personas que lo seguían.
Jesús no siguió el modelo de GEO empresarial, acumulación de poder, espiritualidad superficial y liderazgo paranoico tan común entre nosotros en estos tiempos.
Más bien eligió invertir en vidas y prefirió el camino del “hacer discípulos”. Logró levantar la institución más antigua del mundo, para que funcione en cualquier cultura y contexto.
Ha sobrevivido a dos mil años de historia y, aun hoy, anuncia buenas nuevas a los pobres, da vista a los ciegos, libertad a los oprimidos y proclama el año del favor del Señor.
¿Cómo lo hizo? ¿Qué características tenía el modelo de Jesús como hacedor de discípulos?
Caminar junto a otros
Un conocido proverbio africano reza: “Si quieres ir rápido, vete solo; si quieres ir lejos, ve con otros”. Jesús no conocía este proverbio pero sí sabía que para realizar una obra que perdurara en el tiempo requería un equipo de trabajo. Por eso apartó un tiempo para orar y buscar a quienes serían sus discípulos. El texto bíblico afirma: “Eligió a doce (…) para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar y ejercer autoridad para expulsar demonios” (Marcos 3:14).
Es interesante observar que la primera razón mencionada para la elección de sus discípulos fue que estuvieran con Él. De esa manera ellos no solo aprenderían del ejemplo cotidiano, sino que también verían a su maestro tal cual era, en sus grandezas y debilidades.
Esto les otorgó el privilegio de presenciar la multiplicación de panes y pescados e, incluso, de ver a Jesús cuando caminó sobre las aguas. Pero también vieron al Señor cansado, enojado en el templo y llorando por un amigo muerto y por la ciudad de corazón endurecido.
El hacer discípulos fortalece al discípulo y hace vulnerable al que enseña. Está bien que así sea, ya que muchas veces el drama de la soledad ministerial no es más que la cosecha de haber sembrado durante años una imagen de omnipotencia.
Formar vidas
En este caminar juntos de Jesús y sus discípulos, la formación de cada vida era un proceso continuo y dinámico. Jesús no solo les enseñó a orar, sino que oró con ellos.
No solo les enseñó a perdonar, sino que lo vieron perdonar cuando, desde la cruz, exclamó: “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen”. De ahí que el hacer discípulos no sea solo impartir enseñanzas, sino vivir esas enseñanzas.
Por eso, en un tiempo como el nuestro donde abunda la religiosidad, el mundo necesita el ejemplo palpable de vidas transformadas, no la última novedad espiritual; la gente desea poder decir “yo quiero vivir como él o ella”.
No cabe duda de que no es fácil caminar con otros. De hecho, en la experiencia del discipulado afloran las virtudes y miserias de todos. Los evangelios nos presentan la figura de Juan, joven, amoroso y delicado, capaz de arriesgar su vida al acompañar a María en la crucifixión.
Pero también vemos la disputa entre los discípulos por saber quién sería el mayor (Lucas 22:24); somos testigos de los intentos de una madre por presionar a Jesús para que favoreciera a sus hijos cuando se estableciera el reino.
El discipulado revela, con contundente finalidad que no existe la comunidad ideal, aunque podemos acercarnos a esta realidad cuando cada uno de sus miembros aprende a convivir con el otro tal cual es.
Formar vidas lleva tiempo y solo es posible hacerlo cuando discípulo y maestro comparten el camino. La mera transmisión verbal de enseñanzas no es suficiente:
Jesús estuvo dispuesto a gastar tiempo y exponerse en la formación de vidas.
Fijar la vista en el “producto final”
Una de las cualidades más destacables de Jesús como hacedor de discípulos fue ver a las personas no como lo que eran en ese momento, sino como lo que llegarían a ser. En cada uno veía el modelo terminado” y los trataba de acuerdo con esta visión.
Así, al escoger a sus doce, les dijo que haría de ellos pescadores de hombres, y no reparó en las limitaciones intelectuales, sociales y raciales de sus discípulos. Tampoco lo desanimaron las características personales o los temperamentos que cada uno tenía –tímidos, agresivos, rudos, etc.–. Desde el principio los trató como “pescadores de hombres”.
Fue así que los envió a expulsar demonios, aunque no siempre tuvieron éxito; les dio la oportunidad de alimentar a una multitud pero ellos, atemorizados, no pudieron interpretar el desafío; los convocó a una vigilia de oración para fortalecerlos en la lucha contra el mal, pero se durmieron. Sin embargo, nunca bajó el nivel de las expectativas. Él sabía que algún día ellos llegarían a ser pescadores de hombres, y al fin lo logró.
Escuchar y estar dispuestos al cambio
La centralidad del púlpito en la liturgia cristiana, especialmente protestante, ha marcado una manera de impartir enseñanzas en forma unidireccional.
En este formato existen dos clases de personas: quien predica y quien escucha; quien tiene el depósito de la verdad y quien la recibe. Desafortunadamente, el modelo se repite fuera del culto, en las aulas de la iglesia o en la relación entre hermanos. Algunos hasta llegan a pensar que este estilo es “bíblico” y que cualquier participación que cuestiona o que es creativa por parte del que escucha o aprende, revela una rebeldía hacia la Palabra.
No negamos que el diálogo implica riesgos, pero estos no son mayores a los de estar sometidos al arbitrio de quien se considera único depositario de la verdad revelada. La libertad siempre fue una amenaza para los dogmatismos.
Pagar el costo
La actitud amorosa, dialogal y esperanzada de Jesús para con sus discípulos no entraba en contradicción con el costo del discipulado.
Jesús como hacedor de discípulos daba todo y pedía todo.
El que ponía la mano en el arado ya no podía mirar atrás; familia, posesiones y sentimiento debían dejarse de lado.
Jesús encarnó esta radicalidad tomando públicamente distancia de su familia: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la hacen” (Lucas 8:21).
Lamentablemente, vemos a nuestro alrededor una generación de cristianos carente de compromiso con los valores del reino. La superficialidad ha invadido las iglesias en la misma medida en que han retrocedido las demandas del discipulado.
Difícilmente veremos sociedades transformadas mientras las vidas de quienes integran la iglesia no lo estén. Recuperar el costo del discipulado es hoy el desafío más importante que tiene la iglesia.
Escoger y hacer discípulos que hagan discípulos
Como hacedor de discípulos, Jesús no se conformaba con que sus discípulos escucharan atentamente sus enseñanzas: esperaba de ellos vidas transformadas y fruc- tíferas. Para esto los había elegido. A diferencia de la costumbre de la época, no fueron los discípulos los que eligieron a Jesús, sino él a ellos (Juan 15:16).
El propósito era claro: “Mi padre es glorificado cuando ustedes dan mucho fruto y muestran así que son mis discípulos” (Juan 15:8). El texto no indica en qué consisten estos frutos.
Lo cierto es que para que estos frutos se dieran y permanecieran, la relación entre discípulo y el hacedor de discípulos debía ser tan profunda como la del pámpano y la vid. Por eso el texto nos marca bien dos elementos: los frutos y la relación. Ambos son esenciales al discipulado.
Debemos reconocer que nos cuesta mantener el equilibrio de esta ecuación. Cuando enfatizamos los frutos y trabajamos con persistencia para tener vidas y ministerios fructíferos, lo hacemos a costa de la relación. No tenemos tiempo para “perder” en la relación. Las urgencias son otras. Las personas son el combustible que quemamos para que la maquinaria eclesiástica y ministerial funcione.
Por otro lado, cuando se prioriza la relación, se hace del discipulado un círculo cerrado, cómodo y protegido, pero estéril. Jesús nos enseñó que no hay relación con sentido si no es fructífera, ni hay fruto que perdure si no es consecuencia de una sólida relación con Él.
Al final de su ministerio el Cristo resucitado nos envía en misión: “Id y haced discípulos…” (Mateo 28:18-19). Mandato y tarea.
Nos toca vivir un tiempo especial de la iglesia en América Latina. Soñamos con ciudades y naciones transformadas por el poder del evangelio y trabajamos para esto. Hemos sido muy creativos en métodos y estrategias, lo que nos ha permitido llenar nuestros templos y pensar en proyectos que antes ni se nos hubieran ocurrido.
No obstante, vemos con desánimo, que casi nada ha cambiado. La corrupción va en aumento, al igual que la violencia, la pobreza o la exclusión social, sin siquiera mencionar la decadencia moral cada vez más arraigada dentro y fuera de la iglesia.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde se nos perdió la brújula? Hemos creado una religiosidad evangélica, superficial y hedonista, cuya preocupación principal es el “sentirse bien”, creyendo que los números de seguidores ofrecen testimonio elocuente de nuestro “impacto”. ¿No será tiempo de volver a hacer discípulos? ¡Los resultados nos sorprenderán!
Norberto Saracco es autor, pastor de una congregación en Buenos Aires y director de la Facultad Internacional de Educación Teológica (FIET), ministerio que fundó hace más de veinticinco años.
Apuntes Pastorales. Volumen XXI – Número 4