Cada viernes por la noche, después del último servicio en la iglesia, empacábamos y nos dirigíamos con nuestro remolque a una carretera para ir al siguiente lugar.
Manejábamos de noche y nos refugiábamos en el estacionamiento de un supermercado o en uno para camiones, y dormíamos mientras las luces de los remolques de carga pasaban rápidamente al otro lado de las paredes de nuestra casa rodante.
Durante estos años de desplazamientos, nunca tuve algo que la mayoría de la gente da por sentado: una dirección permanente.
Treinta años después, soy dueño de un pedacito de tierra. El banco nos ha prestado dinero y permitido desempacar nuestras cosas, nuestra familia y continuar desempacando nuestra vida en una casa que estamos haciendo nuestra.
Desde que llegamos, he recorrido las cuadras circundantes para conocer la historia y los relatos que formaron al vecindario.
Mis vecinos de la tercera edad están particularmente deseosos de contar las historias que evitarán que el nuevo vecindario olvide el pasado. Vivo en un lugar interesante, en un vecindario interesante y en una ciudad interesante. El lugar que yo llamo mi hogar es importante. Es importante para mí, y también es importante para Dios.
Cuando uno lee la Biblia, se da cuenta rápidamente cómo Dios se conecta con los lugares. En la historia de la creación, comenzó con un minúsculo pedazo de tierra: el Edén. A lo largo de la Escritura, vemos que Él se regocija con lugares específicos: el Monte Sinaí, Bethel y Jerusalén.
La historia hebrea gira en torno a una familia que pasa varias generaciones buscando un territorio al que pudieran llamar su hogar. ¿Qué es la encarnación, sino la insistencia de Dios de llegar a un pueblo específico asentado en un lugar específico?
Por otro lado, la Escritura narra la historia de la renovación de Dios de todas las cosas: una nueva tierra, una nueva sociedad, una nueva ciudad. El libro de Apocalipsis describe la imagen del cielo bajando a la tierra, rehaciendo nuestro hogar en el hermoso mundo en el que pensó Dios desde el principio.
Dios no abandonará este mundo, aunque esté marcado por cicatrices y deshecho. Por el contrario, Él moverá cielo y tierra (literalmente) para redimir a la creación. Esta es la pura y esperanzadora verdad: Dios se interesa por los lugares de nuestro mundo. Por todos ellos.
Craig Bartholomew esboza en su libro Where Mortals Dwell (Donde moran los mortales), el significado básico de “lugar” en toda la Escritura. Argumenta que la historia de la creación es, fundamentalmente, la de un sitio de la tierra en particular, aunque cuenta la historia de Dios creando con maestría el universo. Según Bartholomew, centrarnos en Génesis 1 como la historia de un lugar, en vez de tratarla como la historia de la Tierra, es mucho más útil para nosotros en términos de la vida cotidiana. Tierra tiene la connotación de inmensidad, pero lugar tiene límites y especificidad.
Pensémoslo de la siguiente manera: es imposible que yo hunda mis dedos en todo el planeta, pero puedo fácilmente escarbar el suelo en el que vivo. No me puede fascinar el libro que escribiré algún día, ni amar a los hombres en que se convertirán mis hijos en el futuro. Puedo encontrar fascinación solamente en lo que escribo en este momento. Puedo amar solamente a los hijos que tengo, ahora mismo. Debo amar el lugar donde estoy en este momento, y al vecino que tengo en la actualidad.
Nos resulta demasiado fácil considerar el lugar en que vivimos, como una simple dirección donde recogemos el correo o donde somos dueños de una casa. Sin embargo, los lugares de nuestras vidas proporcionan el terreno específico donde participamos en la obra redentora de Dios.
Un amigo mío que trabaja en un refugio para indigentes en el centro de la ciudad, plantea un reto a las iglesias del área: “Como cristianos, debemos preguntarnos qué significa ser responsable de nuestro prójimo en los lugares en que vivimos”. Esta es la razón por la que el pastor Tim Keller, de la Iglesia Presbiteriana El Redentor, en Nueva York, desafía a los jóvenes que están haciendo estudios universitarios de su congregación a servir a su ciudad, en vez de sólo sacarle provecho a los recursos y oportunidades que ella pueda ofrecerles.
En vez de quedarse a vivir en ese lugar por corto tiempo, desarrollando sus estudios y marchándose luego para otro lugar, les pregunta: “Si están planeando quedarse durante un año, ¿qué tal si se quedan dos? O si son dos, ¿qué tal si se quedan cuatro?”
En desacuerdo con esta pasividad, nos encontramos con el frenético movimiento de la vida moderna que promete infinitas posibilidades y nos hace anhelar un nuevo lugar con nuevas oportunidades. Si nuestra atención siempre está puesta en los lugares donde no estamos, nos perdemos la bendición del lugar donde sí estamos. Como dice Dallas Willard: “Dios todavía no ha bendecido a nadie que no esté en el lugar donde deba estar; de manera que, si desechamos una situación y luego otra; y un momento y luego otro; por considerarlos no ‘buenos’, simplemente no tendremos ningún lugar para recibir su reino en nuestra vida, porque esas situaciones y esos momentos son nuestra vida”.
Pero cuando nos enraizamos —cuando invertimos nuestras fuerzas, nuestra oración y nuestro trabajo a la renovación de Dios en un sitio específico— estamos afirmando (y demostrando) que el amor de Dios no es abstracto sino concreto. Él ama al mundo, lo que significa que ama tanto el lugar en que yo vivo, como el lugar en que usted vive.
Me avergüenza reconocer que he vivido en muchos lugares sin conocer nada de la historia de la ciudad o de sus dificultades. Afortunadamente, lo único que hace falta para subsanar mi ignorancia es un poco de curiosidad. Basta con interesarme. Donde vivo ahora, estamos sufriendo de un alto índice de pobreza, junto con un alto costo de la vida, lo cual es una mezcla letal.
¿Hay algo que pueda hacer en medio de esta dura y difícil realidad? ¿Cómo puede comunicarse el amor de Cristo en esta situación? Son preguntas que debemos hacernos.
La encarnación del Señor Jesús nos enseña a relacionarnos con todas las personas y con todos los lugares que hay en nuestras vidas. Nuestro Dios no es distante ni lejano. Por el contrario, nosotros somos discípulos de Aquel que se hizo carne y hueso, y que, como dijo Eugene Peterson, “se mudó al vecindario”. Seguir al Señor significa invertir lo que somos en el gozo y en el sufrimiento de los lugares en que nos encontramos.
Conozco una iglesia que tomó la determinación de entregarse por completo a su ciudad y a sufrir con ella. Debido a la escasez de empleo y a la alta delincuencia, el deprimido vecindario donde se encontraba había sufrido un éxodo masivo. Varias iglesias del área cerraron sus puertas. Sin embargo, esta iglesia (aunque su práctica había sido reunirse en casas) decidió que su presencia en este vecindario necesitaba un espacio físico.
Por tanto, compraron el edificio abandonado de una iglesia y comenzaron a restaurarlo. El día en que se mudaron a este edificio, un auto redujo la velocidad en el borde de la acera. Una mujer bajó la ventanilla y, pensando que los que estaban haciendo la mudanza eran de la iglesia que había cerrado, preguntó con tristeza: “Entonces, ¿ustedes se están marchando, también?”
“No”, dijeron ellos, “todo lo contrario. Nos estamos instalando aquí”. Una sonrisa apareció en el rostro de la mujer. “Oh, sí”, respondió ella, entusiasmada. “Gracias”. Entonces partió en su vehículo sabiendo que Dios había enviado a su pueblo a estar presente en este lugar, a estar presente con ella.