Martín Lutero dijo una vez: “Cada cristiano debe convertirse en Cristo para su prójimo”. ¿Estaba sugiriendo que cada cristiano debería morir en una cruz para expiar los pecados de su prójimo?
No, lo que estaba diciendo es que Cristo es invisible para las personas incrédulas a nuestro alrededor. Ellas no ven la cruz, la tumba vacía, o a Jesús transfigurado. No lo ven en su gloria de la ascensión, y no lo ven a la derecha del Padre. Lo único que ven es a ti y a mí; y al vernos a nosotros, deben ver a Cristo.
Esa imagen de cómo nos relacionamos con Cristo —y cómo Cristo se relaciona con los demás a través de nosotros— siempre ha sido significativa para mí. Cuando me convertí, fue por medio de un hombre que me habló de Cristo, y aunque no recuerdo una palabra de lo que dijo, yo vi el poder de Cristo en él.
Cuando vi lo que había en él, supe que tenía que tenerlo, cualquier cosa que hubiera sido (yo ciertamente no lo sabía en ese momento). Él era un fiel testigo de Cristo.
¿Qué significa ser testigo de Cristo? ¿Qué es el evangelismo? ¿Son lo mismo? La palabra evangelismo obviamente tiene algo que ver con el evangelio, el buen mensaje.
En su definición más simple, el evangelismo es “dar a conocer el evangelio”.
La Gran Comisión en el evangelio de Mateo es una de las grandes cartas fundamentales del evangelismo. Dice así:
Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había señalado, y cuando lo vieron, lo adoraron. Pero algunos dudaban. Jesús se acercó y les dijo: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra.
Por tanto, vayan y hagan discípulos en todas las naciones, y bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Enséñenles a cumplir todas las cosas que les he mandado. Y yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. Amén (Mateo 28:16-20).
Observemos que Jesús introduce esta comisión anunciando a sus discípulos que a él se le ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. El ímpetu para la tarea de la iglesia de involucrarse en el evangelismo reside en la autoridad de Cristo, quien ordena que la iglesia se ocupe en cierto tipo de actividades.
En los últimos años, ha surgido la discusión acerca de si el evangelismo siquiera es una empresa apropiada de la iglesia. No obstante, a mí me parece inconcebible que una iglesia considere si el evangelismo es una tarea apropiada, cuando ha recibido la orden de parte de la autoridad mandante del Señor y Cabeza de la iglesia.
¿Por qué esto se ha vuelto un punto debatible? Emil Brunner dio una respuesta en Der Mittler (El mediador), su obra clásica sobre Cristo. Brunner fustigó a la iglesia moderna diciendo que los asuntos del liberalismo decimonónico no son una cuestión de debates técnicos sobre puntos de doctrina secundarios.
Más bien, se trata esencialmente de una cuestión de incredulidad, y debemos reconocer que efectivamente vivimos en una época en la que hay bastante incredulidad, no solo fuera de la iglesia sino también dentro de ella.
Cuando existe una fuerte incredulidad, la visión, el fervor, la pasión, y el compromiso de la iglesia por el evangelismo tiende a menguar. ¿Quién podría estar apasionado por instar a otras personas a creer en algo que él mismo no cree?
Pero sería simplista asumir que cada discusión acerca de la legitimidad del evangelismo radica en la incredulidad. Sin duda ese es un factor, pero también hay otros motivos.
En muchos círculos, el evangelismo tiene mala reputación porque hace pensar en técnicas de fuerte presión, modos simplistas de acorralar a las personas, y formas de comunicación insensibles.
Para otros, el evangelismo implica dominantes discursos promocionales que casi intimidan o manipulan a la gente para que “responda” como el vendedor desea. Pero eso no es lo que enseña la Biblia acerca del evangelismo.
La Biblia enseña que el evangelismo es la proclamación del evangelio a todo el mundo. Esa tarea todavía es central en la misión de la iglesia. Pero nótese en el relato de Mateo que Jesús no solo está interesado en proclamar un simple mensaje.
Él va más allá y dice: “Hagan discípulos”. La palabra griega traducida como “discípulo”, math?t?s, significa “uno que es aprendiz o alumno”. Parte de la misión de la iglesia es ocuparse en instruir y catequizar —es decir, en discipular— a las personas.
Esto implica no solo pedir un compromiso inicial, sino cimentar a las personas en todo el consejo de Dios. Pero existe cierta superposición entre el discipulado, el evangelismo, la enseñanza, y todo lo demás, que podemos ver al considerar el mandato dado a la iglesia en el primer capítulo del libro de Hechos.
Cuando Jesús se preparaba para ascender al cielo, reunió a sus discípulos a su alrededor. Durante esta última oportunidad de hablar con él como una persona sobre la tierra, los discípulos le hicieron una pregunta: “Señor, ¿vas a devolverle a Israel el reino en este tiempo?” (Hechos 1:6).
En otras palabras, ¿iba a ser el mesías que ellos habían estado esperando desde un principio que él fuera? Jesús no los reprocha diciendo: “¿Cuántas veces tengo que decirles que no voy a restaurar el reino de Israel?”.
Lo que les dice es muy importante para comprender la misión de la iglesia:
No les toca a ustedes saber el tiempo ni el momento, que son del dominio del Padre.
Pero cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo recibirán poder, y serán mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra (Hechos 1:7-8).
Jesús les dice a los discípulos, en primer lugar, que hay ciertas cosas que están en manos del Padre y no son asunto de ellos. Nada puede frustrar los planes de Dios, así que deberían dejar de preocuparse por ello.
Pero luego les da un mandato: “Serán mis testigos”. La gente suele usar el verbo testificar de modo intercambiable con el verbo evangelizar, como si ambas palabras fueran sinónimas.
Pero estos términos no significan lo mismo en el Nuevo Testamento, aunque por cierto están íntima e inseparablemente ligados. En el Nuevo Testamento, testificar es una palabra genérica que abarca distintos modos de comunicar el evangelio, uno de los cuales es el evangelismo.
Por lo tanto, todo evangelismo es dar testimonio, pero no todo testimonio es evangelismo. El evangelismo es una forma especial de testificar. Dar testimonio de algo, según el Nuevo Testamento, es llamar la atención hacia algo.
La palabra griega para “testimonio” es martyria, de donde proviene nuestra palabra “mártir”. Los cristianos del Nuevo Testamento entendían que una forma en que ellos atraían la atención hacia la verdad de Cristo, una forma en la que intentaban hacer visible el reino invisible, es decir, dar testimonio de él, era morir por él.
Ellos pusieron de manifiesto algo que era invisible para los incrédulos a su alrededor.
Jesús estaba en partida, se iba a la derecha del Padre, a su coronación. Iba a ser coronado Rey de aquel reino que había anunciado.
Pero este reino es invisible a nuestros ojos. No se puede mirar al cielo y ver a Jesús sentado en un trono. Algunos han tratado de espiritualizar completamente el reino y dicen: “Es algo que está en el corazón de las personas”.
No, el reino de Dios es una realidad objetiva, no solo un sentimiento subjetivo —pero es invisible. ¿Cuál es, pues, la tarea de la iglesia? Hacer visible el reino invisible de Dios. De eso precisamente se trata testificar.
Testificar significa mostrar a las personas algo que ellas no ven. Según la Escritura, hay muchas formas de hacerlo. Cuando celebramos la Cena del Señor, estamos haciendo algo visible que manifiesta la muerte del Señor hasta que él venga.
Jesús habló de otra forma de dar testimonio: “En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman unos a otros” (Juan 13:35). La manera en que los cristianos se relacionan unos con otros —algo que la gente puede ver— da testimonio de Cristo.
Cuando alimentamos al hambriento, vestimos al que está desnudo, y visitamos a los presos, damos testimonio de la compasión de Cristo. El cristiano, sin convertir personas a Cristo, aún puede testificar de quién es Jesús y cómo es él.
En cierto sentido, dar testimonio del reino de Cristo es la responsabilidad dada por Dios a cada ser humano, porque cada persona está hecha a imagen de Dios. Estar hecho a imagen de Dios es demostrarle a toda la creación el carácter de Dios.
Pero desde la caída, la imagen de Dios en el hombre se ha oscurecido. No hemos reflejado ni mostrado la santidad de Dios a un mundo caído.
El evangelismo, por otra parte, es la proclamación propiamente tal —ya sea oral o escrita, pero verbal, ciertamente— del evangelio. Es declarar el mensaje de la persona y la obra de Cristo, quién es él y lo que ha hecho a favor de pecadores como tú y yo.
Eso significa que hay varias cosas que el evangelismo no es. No es vivir nuestra vida siendo ejemplo. No es establecer relaciones con las personas. No es dar nuestro testimonio personal. Y no es invitar a alguien a la iglesia.
Estas cosas pueden ser buenas y útiles, pero no son evangelismo. Puede que preparen el terreno para el evangelismo. Puede que permitan que los demás se relacionen con nosotros, o quizá hagan que alguien sienta curiosidad por la razón de vivir como vivimos.
Pero no son evangelismo, porque no proclaman el evangelio. Puede que digan algo acerca de Jesús, pero no proclaman acerca de la persona y la obra de Cristo.
Cuando consideramos nuestro propio rol en el testimonio y el evangelismo, debemos tener cuidado de no solo estar haciendo pre-evangelismo y haciendo arreglos para que otros evangelicen, y de no ser simplemente testigos silenciosos.
Debemos asegurarnos de que la iglesia esté cumpliendo con su mandato de hacer evangelismo, que es la proclamación propiamente tal de la persona y la obra de Cristo.
Ese es el mensaje que Dios ha dotado de poder, por medio del cual él ha elegido la locura de la predicación para salvar el mundo. Es el “poder de Dios para salvación”, como lo describe el apóstol Pablo (Romanos 1:16).
No todos los cristianos están llamados a ser evangelistas. En el Nuevo Testamento, vemos a la iglesia definida como un cuerpo con unidad en la diversidad. El Espíritu Santo da dones a cada miembro del cuerpo de Cristo.
Cada una de las personas de la iglesia ha sido dotada por el Espíritu Santo para hacer y desempeñar alguna tarea para dar testimonio de Cristo. Hay maestros, evangelistas, administradores, y una diversidad de otras funciones que Cristo establece en su iglesia.
Cada uno, independientemente de su don, debe estar dispuesto a hacer una confesión de fe por sí mismo. Pero no todos están llamados a ser lo que el Nuevo Testamento llama evangelista, alguien que se enfoca en proclamar el evangelio de Cristo.
Quizá algunos respiren aliviados, en vista de su dificultad para contar a otros acerca de su fe. Pero recuerda esto: cada cristiano debe estar dispuesto a confesar a Cristo con su boca, de lo contrario está lejos del reino.
Asimismo, es el deber de cada cristiano asegurarse de que se realice la labor del evangelismo. ¿Son todos maestros? No, pero es tu responsabilidad como miembro del cuerpo de Cristo asegurar que se lleve a cabo la enseñanza.
¿Son todos misioneros? No, pero es tu responsabilidad asegurar que se lleve a cabo la empresa misionera. Por lo tanto, todos tenemos parte en la responsabilidad de la misión total de la iglesia.
No existe empresa más emocionante que el evangelismo. Yo no soy evangelista, soy maestro. A mí y a quienes me conocen nos parece obvio que mi don y llamado es la enseñanza.
Cuando era un cristiano nuevo, primero me ofrecí de voluntario para ser evangelista; Dios dijo “no”. Luego, quería ser misionero; Dios dijo “no” otra vez. Yo no quería ser maestro; pero probablemente haya hablado personalmente con mil personas acerca de Jesucristo antes de ver a una sola responder al evangelio.
En cierto sentido, todavía tengo corazón de evangelista, y me preocupo por los evangelistas, pero no es mi don. Sabemos que solo el Espíritu Santo puede cambiar el corazón.
¿Pero habrá un privilegio más grande en este mundo que ser usado por Dios para comunicarle ese evangelio a un ser humano? Si el hombre que me llevó a Cristo fuera condenado por homicidio en primer grado, o si escandalizara a la comunidad cristiana por una conducta improcedente, o repudiara su amistad conmigo, yo aún estaría eternamente agradecido de que él haya abierto su boca y me haya enseñado de Cristo.
Cuando pienso en él, vuelvo a pensar en aquel texto: “¡Qué hermoso es recibir al mensajero que trae buenas nuevas!”.