Es algo que abarca una consideración que no se puede conquistar, la claridad y la benevolencia.
Significa que hagan lo que hagan otras personas, ya sea humillándonos, abusando de nosotros o hiriéndonos, el dirigente que es semejante a Cristo se esfuerza por alcanzar su más grande bien. Sin esta clase de amor, el liderazgo va directamente al fracaso y no pasa la prueba más importante que es la de la permanencia.
El ejercicio del principio del amor requiere el que seamos conscientes porque el amor se relaciona con las auténticas necesidades de las personas y, por ello, el dirigente debe saber cuáles con esas verdaderas necesidades.
Debe ser consciente de ellas buscándolas porque las necesidades varían. Lo que fueron esas necesidades del mes pasado es diferente de lo que son en la actualidad.
Además, el dirigente no puede mostrar amor solamente cuando le apetece o cuando tiene tiempo. La esencia del mostrar amor es que se debe hacer cuando la otra persona lo necesita o lo quiere. El saber cuándo sucede eso es algo que requiere percepción y conciencia.
El amor hace que el verdadero dirigente se destaque y sea diferente de la persona que se apodera sencillamente del poder. Si la persona solamente quiere el poder, no tiene que ser consciente de sus seguidores si su posición está definida con seguridad, pero si la persona guía por el amor, es esencial que esté siempre consciente de otros.
La meta del dirigente, sin embargo, no es sencillamente el practicar el amor por sí solo, sino el hacer que haya amor en las vidas de los que le siguen. Debe, por ello, de ser un ejemplo a seguir, mostrando la manera en que opera el amor, demostrando su desarrollo, su práctica y su beneficio.
Tomado del libro: Liderazgo que perdura en un mundo que cambia