Somos los representantes de Dios en esta tierra y debemos manifestar su excelencia.
Hace algún tiempo, escuché a un jovencito de 15 años, cuyos padres le enseñaron la importancia de vivir una vida más allá del nivel de mediocridad, decir: «No soy yo quien debe seguir al resto de mis compañeros de escuela.
No conocen a Dios y están a la deriva en su vida, no saben hacia dónde se dirigen. Ellos deben seguirme a mí. Yo sé a dónde voy y a quién sigo. Entonces, se darán cuenta que seguir al Señor traerá excelencia a todas las áreas de su vida».
Al oír estas palabras comprendí que estos jóvenes de hoy tienen un real protagonismo y anhelan alcanzar la excelencia, pero a la vez serán testigos excelentes ante un mundo en búsqueda.
A través de toda la Biblia, Dios estableció un modelo de excelencia. Él quería mostrarnos cómo se debe vivir. Nos trajo vida en abundancia, paz y redención. El propósito era mostrarnos que se puede vivir de otra manera, una vida distinta: una vida de excelencia.
Tenemos el poder de la Palabra de Dios y la presencia del Espíritu Santo morando en nosotros, que nos guía, enseña y consuela. Nuestra vida puede ser tan excelente que impacte positivamente al mundo.
Nuestro deseo debería ser que quieran ser como nosotros; y una vez que saboreen las cosas de Dios, gustarán algo diferente. Y al hacerlo, se darán cuenta que seguir a Cristo es delicioso, que no hay otra mejor manera de vivir.
La excelencia debería ser un compromiso constante en nuestro camino. Debería atraer a los demás de la misma manera que las moscas son atraídas a la miel. El Señor es excelente en todos sus caminos, y todo lo que ha hecho lo hizo con excelencia. Somos sus representantes en esta tierra y debemos manifestar su excelencia porque somos portadores de su gloria.
Por ejemplo, su Palabra es excelente. El Salmo 76:4 declara: «Glorioso eres tú, poderoso más que los montes de caza». La palabra «poderoso» significa «majestuoso, grande, excelente». Job 36:22 dice: «He aquí que Dios es excelso en su poder. ¿Qué enseñador semejante a él?».
Su gloria está dentro de nosotros. Eso debería influenciar grandemente a las personas que nos rodean. La gloria de Dios debería afectar positivamente a la familia, los amigos, el gobierno y la sociedad.
El profeta Isaías declara: «Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria» (Isaías 60:1).
¿Qué ve nuestra familia en nosotros cuando estamos en el hogar? En el lugar de trabajo, ¿qué ven nuestros compañeros en nosotros? Deberían ver la gloria de Dios para que, como dijo Jesucristo: «que vean nuestras buenas obras y glorifiquen al Padre» (Mt. 5:16).
Cuando caminamos por la tierra somos portadores de su presencia. No importa dónde estemos, la presencia del Señor va con nosotros. Nunca nos olvidemos que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, y en todo lugar donde estemos seremos un templo que llevará al Espíritu Santo (ver 1 Corintios 6:19).
Caminamos sobre esta tierra llevando la presencia del Altísimo Dios. Como consecuencia de ello, al ver nuestras buenas obras, los hombres glorifican al Padre que está en los cielos.
Al mismo tiempo somos portadores de su carácter. Sabemos conscientemente que a nuestro carácter le hace falta un ajuste. Pero somos portadores del carácter de Dios y cada día se imprimen en nosotros sus características. «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pedro 1:16). Cuando nos referimos al carácter de Dios, hablamos de su justicia, santidad, integridad, humildad.
Las personas que nos rodean necesitan ver el carácter de Dios en nuestros tratos de negocios, en la integridad en nuestra vida. Se darán cuenta que hay algo distinto en nosotros, que pensamos de otra manera, que vivimos y actuamos de otra manera.
Somos portadores de la personalidad de Dios. En el libro de Gálatas capítulo 5, se encuentra la lista de los frutos del espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza.
Esa es la personalidad de Dios y debería ser la nuestra. Como cristianos comprometidos con el Señor tenemos la gran responsabilidad de producir frutos que respondan a la calidad y personalidad de nuestro Dios.