La conciencia es un sistema de advertencia interna que nos dice cuando algo que estamos haciendo está mal.
La conciencia para nuestras almas es igual que los sensores del dolor para nuestro cuerpo: inflinge tensión, en la forma de culpabilidad, cuando violamos lo que nuestro corazón nos dice que es correcto.
La conciencia da testimonio de la realidad de que algún conocimiento de la ley moral de Dios está inscrita en cada corazón humano desde la creación (Romanos 2.15). La palabra griega para «conciencia» (suneidisis) y la raíz en latín de donde se deriva el término tiene que ver con autoconocimiento, específicamente, una autoconcientización moral.
Esa capacidad para una reflexión moral es un aspecto esencial de lo que la Escritura presenta cuando dice que somos hechos a imagen de Dios. Nuestra sensibilidad a la culpabilidad personal, por lo tanto, es un rasgo I undamental de nuestra humanidad que nos distingue de los animales. Intentar suprimir la conciencia es en realidad reducir la humanidad de la persona.
La conciencia no es del todo infalible. Una conciencia pobremente instruida puede acusarnos cuando realmente no somos culpables o decir que somos inocentes cuando en realidad estamos equivocados. Pablo dijo en 1 Corintios 4.4: «Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado».
También reconoció que las conciencias de algunas personas son innecesariamente débiles y se ofenden fácilmente (1 Corintios 8.7), por tanto la conciencia misma debe ser instruida y motivada al estándar perfecto de la Palabra de Dios (Salmo 119.11,34,80).
Suprimir la conciencia o violarla deliberadamente es mortal para nuestro ser espiritual. Desobedecer a la conciencia en sí mismo es un pecado (Romanos 14.14, 23; Santiago 4.17), aunque ella sea ignorante o mal informada. Suprimir la conciencia es igual que cauterizarla con un metal caliente (1 Timoteo 4.2), dejándola insensible y, por lo tanto, removiendo peligrosamente una defensa vital en contra de la tentación (1 Corintios 8.10).
Una conciencia impura o suprimida hace que la verdadera integridad sea imposible. Hasta que una conciencia herida no sea limpiada y restaurada, la culpabilidad asaltará la mente. Reprimir la culpabilidad puede aliviar el dolor de la conciencia pero no la elimina. La culpabilidad y la falta de culpa son mutuamente excluyentes.
En otras palabras, la persona que deshonra y que ignora su propia conciencia por definición no es íntegra. Una conciencia opaca, por lo tanto, debilita el requisito más básico de todo liderazgo.
Los buenos líderes deben poder tomar decisiones de una forma que sea clara, activa y concluyente. También deben poder comunicar los objetivos de una forma que sea articulada, simpática y distinta.
Después de todo, un líder es alguien que dirige. Cualquiera puede hablar sin sentido. Cualquiera puede ser tímido y ambivalente. El líder, por el contrario, debe dar una dirección clara. La gente no le seguirá si no tiene la seguridad de que es un líder veraz.
La mejor prueba de la sabiduría del líder no siempre es la primera decisión que toma. Todos tomamos malas decisiones de vez en cuando. Un buen líder no se mantendrá en una mala decisión.
Las circunstancias también cambian. Y un buen líder debe saber cuándo adaptarse a esas circunstancias.
De la misma forma en que la severidad está lista para castigar las fallas que se puedan descubrir, igualmente la caridad no quiere descubrir las fallas que se deben castigar.
Este es el precio del liderazgo. El llamado es costoso, solitario y con frecuencia sin ningún agradecimiento.