La humildad del Rey nos revela un contraste eterno: mientras el mundo busca poder con ostentación, Cristo elige un pollino para enseñarnos que la verdadera grandeza se encuentra en la entrega silenciosa.
Su entrada a Jerusalén no fue un espectáculo de fuerza, sino una invitación a un reino donde el último será primero.
“¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!” (Lucas 19:38).
En este pasaje, Jesús entra en Jerusalén montado en un pollino, no como un conquistador en un caballo de guerra, sino como un Rey de paz y humildad. La multitud lo aclama con gozo, pero muchos no entienden el verdadero significado de su reinado. Jesús no vino para establecer un reino terrenal, sino uno espiritual, donde la verdadera victoria se alcanza mediante la entrega y el servicio.
Hoy, al igual que entonces, muchos buscan un Cristo a su medida: un proveedor de milagros, un solucionador de problemas, pero no un Señor que exige sumisión.
La alabanza de los discípulos fue genuina, pero las piedras estaban listas para gritar si ellos callaban (v. 40). Esto nos recuerda que la creación misma testifica de Dios, y que nuestra adoración no debe depender de las circunstancias, sino de quién es Él.
La humildad del Rey desarma toda lógica humana. El Mesías prometido no vino con ejércitos, sino con un corazón dispuesto al sacrificio. Aquellas ramas y mantos tendidos en el camino no eran solo para un hombre, sino para el Dios que se despojó de su gloria (Filipenses 2:7), mostrando que el amor verdadero siempre se inclina para levantar a los caídos.
¿Reconocemos a Jesús como Rey en nuestras vidas? ¿O solo lo celebramos cuando conviene a nuestros intereses? Su entrada triunfal fue el preludio de su sacrificio. Así también, nuestra fe debe estar dispuesta a seguirle, no solo en los momentos de gloria, sino en el camino de la cruz.