En la fría noche del Monte de los Olivos, Jesús se encontraba en el Huerto de Getsemaní, sumido en agonía. Había orado al Padre con tal angustia que “su sudor se hizo como gotas de sangre” (Lucas 22:44). Sus discípulos, agotados por la tristeza, dormían, incapaces de velar con Él.
De pronto, se escucharon pasos entre los olivos. Antorchas y espadas brillaban en la oscuridad: era un grupo de soldados romanos, guardias del templo y fariseos, guiados por Judas Iscariote. El discípulo traidor había pactado con los sumos sacerdotes entregar a Jesús por “treinta monedas de plata” (Mateo 26:15). Para identificarlo en la penumbra, les había dado una señal:
El beso de Judas
— “Al que yo bese, ese es; prendedle” (Mateo 26:48).
Judas se acercó a Jesús con falsa reverencia y, con voz fingida, exclamó:
— “¡Salve, Rabí!”
Y lo besó en la mejilla.
Jesús, con mirada penetrante pero llena de dolor, le respondió:
— “Amigo, ¿a qué vienes? Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lucas 22:48; Mateo 26:50).
Esa palabra —“amigo”— debió quemar el alma de Judas. No hubo reproches violentos, solo una pregunta que resonó como un lamento. El beso, símbolo universal de amor y lealtad, se había convertido en el sello de la traición.
El remordimiento y el fin de Judas
La tradición cuenta que, al ver a Jesús condenado, Judas se arrepintió. Arrojó las treinta monedas en el Templo (Mateo 27:3-5) y, desesperado, se ahorcó. Sin embargo, su final varía en los textos: el libro de los Hechos (1:18) dice que cayó y “se reventó por medio”. Sea como fuere, su tragedia fue no creer en el perdón que el mismo Cristo ofreció incluso en la cruz.