Elías, El Varón de Dios. Bosquejos Bíblicos para Predicar 2 Reyes 1:1-16
Ocozías, rey de Israel, era hijo de un padre malvado, Acab, cuyos caminos de idolatría siguió, pero su reinado fue breve, de solo dos años. Él fue el rey que se alió con Josafat, rey de Judá, para construir naves en el puerto de Ezyón-géber en el Mar Rojo para que fueran a Tarsis, y de allí a Ofir, en busca de oro (2 Cr. 20:36).
Es indudable que el éxito de Salomón en una expedición similar durante la edificación del Templo alentó a los dos reyes a emular a su regio predecesor. Ocozías sufrió graves daños al caer por una celosía de su palacio, y, debido a ello, quiso consultar a Baal-zebub, el dios de Ecrón, en cuanto a las consecuencias de su accidente.
El desafortunado acontecimiento hubiera podido redundar en gran bendición para Ocozías, al hacerle consciente de su necesidad de ayuda divina; pero en lugar de clamar al Dios del cielo, decidió inquirir del dios de las moscas, ignorando así al Dios de Israel.
Pero Dios no puede ser burlado; Él envía a su siervo Elías a cruzarse con los mensajeros del rey con la sentencia de muerte. El profeta aparece ante nosotros como «varón de Dios». Considerémosle así de esta manera.
I. Recibió una comisión. «El ángel de Jehová habló a Elías tisbita, diciendo: Levántate, y sube a encontrarte con los mensajeros… y diles: ¿No hay Dios en Israel, que vais a consultar a Baal-zebub?» (v. 3). Como hombre de Dios, estaba llamado a hablar en nombre de Dios.
¿No hay hoy día una gran necesidad de un claro testimonio en estos términos, cuando multitudes están dejando a Dios, la Fuente de Aguas Vivas, y cavando para sí cisternas rotas que no pueden contener agua? (cf. Jer. 2:11-13).
¿Es acaso porque Cristo haya fallado que los hombres buscan los placeres del pecado? ¿Es acaso porque el Evangelio de Dios haya perdido su poder que los hombres van detrás de otro evangelio? Ah, hombre de Dios, sé fiel a tu llamamiento, y predica a Cristo.
II. Fue creído. El hecho de que los mensajeros se volvieran demostraba que estaban convencidos de que este hombre hablaba con una autoridad mayor que la humana, y, después de describir su apariencia al rey, éste dijo: «Es Elías tisbita» (v. 8).
El estilo del «varón de Dios» no puede ser el mismo que el de los mortales ordinarios. Si Elías se hubiera dirigido a ellos de la manera en que muchos predican el Evangelio, se hubieran sonreído, y hubieran proseguido en pos de sus «vanidades mentirosas» para pérdida de su propia misericordia (Jn. 2:8).
Aunque no conocían el nombre de aquel hombre, presintieron un timbre sobrenatural en su mensaje. «¡Es Elías!» Es precisamente como aquel hombre que está constantemente haciendo maravillas en el nombre de su Dios, apartando a los pecadores del error de sus caminos.
III. Fue escarnecido. Ocozías no reprendió a sus siervos por haber vuelto, sino a aquel hombre por haber predicho su muerte. Así que un capitán y sus cincuenta hombres recibieron la orden de prenderle. Encontraron a Elías en la cumbre de un monte (quizá el Carmelo), y, en tono de menosprecio e insolencia, le dijeron: «Varón de Dios, el rey ha dicho que desciendas» (v. 9), como si el dicho del rey fuera de mayor peso que el mensaje de Dios.
Le pidió que descendiera. El segundo capitán de cincuenta fue aún más insolente al decir: «Desciende pronto». Parecían totalmente impotentes para hacerle descender ellos mismos. Hay una cumbre de la que ningún poder terrenal puede hacer descender a un «varón de Dios», la cumbre de la colina de la pacífica comunión en la presencia divina. Es un deleite para el enemigo hacer bajar de allí al varón de Dios. (Véase Neh. 6:2, 3.)
IV. Fue vindicado. «Elías respondió…: Si yo soy varón de Dios, descienda fuego del cielo», etc. (vv. 10-12). Los hay que se esfuerzan en justificar a Elías aquí, como si fuera Elías el que fabricó el fuego vengador, o hubiera prevalecido sobre Dios para que Él hiciera algo por debajo de su santo carácter. Pero era el Santo Nombre de Dios el que estos capitanes escarnecían al hablar tan vilipendiadamente del varón de Dios.
El fuego devorador fue la vindicación divina de su propio Nombre representado por su siervo Elías. Nuestro Dios es un fuego consumidor, y Él no tendrá por inocentes a los que tomen su Nombre en vano. Elías no necesitaba vindicarse a sí mismo, sino que su Dios, que es siempre celoso de su santo nombre, lo hizo de la manera más convincente y abrumadora. Dios es el que justifica. «Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños» (Mt. 18:10), si, a uno de «estos pequeños que creen en Mí» (v. 6).
V. Fue temido. El tercer capitán, que vino con sus cincuenta, vino con una actitud muy diferente. Había aprendido, con la terrible suerte de sus predecesores, que este aparentemente inofensivo e impotente «varón de Dios» no podía ser escarnecido impunemente.
Era un hombre por el que luchaba el Todopoderoso, y que tenía a su lado a todas las fuerzas del cielo. «Subiendo… se puso de rodillas delante de Elías y le rogó» por su vida y por la de sus cincuenta. Había descubierto que no era solo con aquel hombre con quien tenía que ver, sino con el Dios que estaba con aquel hombre.
VI. Fue obediente. «El Angel de Jehová dijo a Elías: Desciende con él… Y él se levantó, y descendió con él al rey» (v. 15). El tercer capitán prevaleció, no ordenando al varón de Dios que «descendiera», sino echándose a los pies del profeta.
Dios oyó la oración de este hombre. Era la actitud de un hombre de Dios obedecer de inmediato al Señor cuando voluntad es dada a conocer, tanto si el llamamiento es a subir o a descender. «A todo lugar con Jesús», dice el corazón del cristiano.
VII. Fue fiel. Descendió a Samaria, no como preso, sino como príncipe rodeado de su escolta, y sin temor entregó su mal acogido mensaje al culpable rey (v. 16). De cierto iba a morir, por haber buscado ayuda del muerto dios de Ecrón, despreciando al Dios vivo de Israel.
Cada alma que así peque de cierto morirá. ¡Oh hombre, caído en tu pecado, y enfermo de muerte, escucha su voz de misericordia diciéndote: «Miradme a Mí, y sed salvos (…) porque Yo soy Dios, y no hay más» (Is. 45:22). Nadie más que pueda librar. «No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch. 4:12).