Las Responsabilidades del Creyente. Bosquejos Bíblicos Para Predicar Juan 17
Aquí tenemos lo que es enfáticamente «La oración del Señor», ofrecida al final de aquella solemne reunió con sus discípulos, antes de salir a afrontar la última gran tormenta de odio humano y diabólico.
Las palabras son sencillas, pero los pensamientos son quizá los más profundos de la Escritura. Revelan muchos sublimes y santos privilegios que pertenecen a sus amados. Pero deseamos señalar algunas de las responsabilidades que nos corresponden en consecuencia de nuestros privilegios. Tenemos responsabilidades:
I. Como aquellos a los que ha sido revelado su Nombre. «He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste». O, tal como se podría leer: «Yo he revelado las perfecciones de Tu carácter a los que me has dado». El carácter de aquel gran y santo NOMBRE se ve en Éxodo 34:5-7.
Por medio de la gracia de Cristo, aquel Nombre ha venido a ser la experiencia práctica de cada verdadero creyente. «Ni nombre está en Él» (Éx. 23:21). ¿Qué clase de personas no deberíamos ser, pues, con tal posesión?
II. Como custodios de sus Palabras. «Les he dado las palabras que me diste» (v. 8). Las verdades que el Padre encomendó al Hijo, el Hijo nos las ha encomendado a nosotros, los suyos.
¡Qué tesoro es éste, y qué responsabilidad reposa sobre nosotros, los que pasamos a otros lo que hemos recibido por fe! ¡Cuántos están sepultando este tesoro en la tumba de sus intereses personales!
Esta Palabra del Evangelio nunca va más allá de sus propias necesidades. Sus palabras son palabras de «vida eterna». Así alumbre vuestra luz que otros puedan ver, y creer, y glorificar a vuestro Padre.
III. Como Dados por Dios para la gloria de su Hijo. «Yo ruego por ellos; … por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos» (vv. 9, 10).
Si Cristo ha de ser enteramente glorificado en su pueblo, ciertamente que sus redimidos tienen que glorificarle mientras están aquí, como testigos por Él. Como dijo Pablo: «Será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida, o por muerte» (Fil. 1:20). Veis vuestro llamamiento, hermanos, andemos como es digno de él, para la gloria de su Nombre.
IV. Como separados. «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo; … que los guardes del maligno; santifícalos en tu verdad» (14-17). El Señor añade además: «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad».
El Señor se consagró a nuestra salvación, y espera que nosotros nos consagremos a su servicio en la verdad. No sois vuestros, por ello glorificad a Dios en vuestro cuerpo y espíritu, que son de Él.
V. Como enviados. «Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo» (v. 18). Esta comisión fue repetida después que Él resucitó de entre los muertos (Jn. 20:21). ¿Con qué propósito le envió el Padre? Brevemente, fue por esto: «He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn. 6:38). «Como me envió el Padre, así también yo os envío.»
No para hacer vuestra propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que os envió. Aquí tenemos nuestro privilegio dado por Dios y nuestra responsabilidad recibida de Dios. Nuestro lema, pues, debería ser: «Hágase tu voluntad».
VI. Como hermanos. Cristo oró «también por los que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (vv. 21-23). Esta unión no se limita a ningún sistema eclesiástico, ni a ningún credo ni nación.
En Cristo no hay ni judío ni gentil; ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer; sino que todos son uno en Cristo Jesús (Gá. 3:28). Todos dados por el mismo Padre al Hijo. Todos redimidos por el mismo precio. Todos vivificados por el mismo Espíritu. Todos obedientes a la misma Palabra.
Todos herederos de la misma herencia, y todos sus nombres escritos en el mismo «Libro de la Vida». A nosotros nos toca guardar esta unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Gá. 4:3).
VII. Como sus compañeros de eternidad. «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado» (v. 24). ¡Qué gracia es ésta!
«Donde yo esté, allí también estará mi servidor» (Jn. 12:26). Siervos compartiendo la honra de su Señor. «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts. 4:17). Por la fe tenemos ahora su presencia. Él dice: «Os he llamado amigos» (Jn. 15:15). Que nada quebrante vuestra comunión con Él. Recordad que debe ser para siempre. Amén.