La primera cuestión es una visión cambiada de Dios. La cultura ha rechazado una visión bíblica de Dios por considerarla demasiada restrictiva de la libertad humana y ofensiva con respecto a las sensibilidades humanas.
El amor de Dios se ha redefinido como algo que ya no es santo. La soberanía de Dios se ha vuelto a concebir de manera que la autonomía humana no se vea molestada. En años recientes, incluso la omnisciencia de Dios se ha vuelto a definir para que signifique que Dios sabe perfectamente todo aquello que pueda saber perfectamente, pero que no es posible que conozca un futuro basado en decisiones humanas libres.
Los revisionistas evangélicos promueven una comprensión del amor divino que no es nunca coactivo y que no permitiría ningún pensamiento que diga que Dios enviará a los pecadores impenitentes al castigo eterno en los fuegos del infierno.
Están procurando rescatar a Dios de la mala reputación que ha conseguido mediante la asociación con los teólogos que, durante siglos, enseñaron la doctrina tradicional. Sencillamente, Dios no es así, aseguran ellos. Jamás sentenciaría a alguien —por muy culpable que fuera— al tormento y las aflicciones eternos.
El teólogo Geerhardus Vos advirtió en contra de extraer el amor de Dios de sus demás atributos y observó que, aunque el amor de Dios se revele como su atributo fundamental, también queda definido por medio de sus demás atributos.
Es bastante posible llegar a «hacer demasiado hincapié sobre este lado de la verdad hasta el punto de descuidar otros principios y exigencias del cristianismo que son extremadamente importantes», recalca.
Esto conduciría a una pérdida de equilibrio teológico. En el caso específico del amor de Dios, suele conducir a un sentimentalismo que no es bíblico por medio del cual el amor de Dios se convierte en una forma de indulgencia incompatible con su odio por el pecado.
A este respecto, el lenguaje de los revisionistas es particularmente instructivo. Cualquier dios que reaccione según mantiene la doctrina tradicional, seria «vengativo», «cruel» y « más parecido a Satanás que a Dios». Clark Pinnock convirtió la credibilidad de la doctrina de Dios según la mente moderna en el enfoque central de su teología: «Creo que a menos que el retrato de Dios sea convincente, la credibilidad de la creencia en Dios está abocada al declive». Más tarde sugirió: «Hoy día es más fácil invitar a las personas a que encuentren el cumplimiento en un Dios dinámico y personal que pedirles que lo hagan en una deidad que es inmutable e independiente».
Ampliando este argumento, con toda seguridad sería más fácil persuadir a personas seculares de que creyeran en un Dios que nunca juzgará a alguien que merezca el castigo eterno que en el Dios que predicaba Jonathan Edwards o Charles Spurgeon.
Pero la pregunta más apremiante es esta: ¿Debe la teología evangélica comercializar a Dios para nuestra cultura contemporánea o más bien consiste nuestra tarea en mantenernos firmes en la continuidad de la convicción bíblica ortodoxa, cualquiera que sea el precio? Como hemos mencionado anteriormente, las personas modernas exigen que Dios sea humanitario y que esté sujeto a los principios humanos de justicia y amor. Al final, sólo Dios puede defenderse contra sus críticos.
Nuestra responsabilidad es presentar la verdad de la fe cristiana con valentía, claridad y coraje, y defender la doctrina bíblica en estos tiempos requerirá que se haga según estas tres virtudes. El infierno es una realidad asegurada, del mismo modo que se presenta con toda claridad en la Biblia.
Escapar de esta verdad, reducir el aguijón del pecado y la amenaza del infierno, no es más que pervertir el Evangelio y alimentarse de mentiras. El infierno no está supeditado a una votación ni está abierto a revisión alguna. ¿Someteremos esta verdad a los escépticos modernos?
Las polémicas actuales vuelven a suscitar esta cuestión entre los cristianos estadounidenses e incluso entre algunos evangélicos. No obstante, no hay forma de negar la enseñanza de la Biblia acerca del infierno y seguir siendo un evangélico genuino. Ninguna doctrina se mantiene por sí sola.
Recientemente, la doctrina del infierno está siendo objeto de un ataque despiadado, tanto a mano de los laicos como incluso de algunos evangélicos. En muchas formas, el asalto se ha desarrollado de una forma encubierta. Como si se tratara de una marea que lentamente lo va invadiendo todo, como si fuera un conjunto de cambios culturales, teológicos y filosóficos interrelacionados que han conspirado para socavar el concepto que teníamos del infierno. Ayer considerábamos el primero y quizás más importante de estos cambios: una visión radicalmente alterada de Dios. Pero otras cuestiones también han tenido que ver en este tema.
Una segunda cuestión que ha contribuido a la negación moderna del infierno es un cambio de opinión en cuanto a la justicia. La justicia retributiva ha sido el sello de la ley humana desde los tiempos premodernos. Este concepto asume que el castigo es un componente natural y necesario de la justicia. Sin embargo, la justicia retributiva se ha visto atacada durante muchos años en las culturas occidentales y esto ha llevado a hacer modificaciones en la doctrina del infierno.
Los filósofos utilitarios como John Stuart Mill y Jeremy Bentham, argumentaron que la retribución es una forma inaceptable de justicia. Rechazar las normas morales claras y absolutas, y según argumentaron la justicia exige restauración en lugar de retribución.
Los criminales ya no se veían como gente maligna que mereciera un castigo, sino como personas que necesitaban corrección. El objetivo —para todos menos para los pecadores más atroces— era la restauración y la rehabilitación. El cambio de la prisión a la penitenciaría pretendía ser un cambio de un lugar de castigo a un sitio de penitencia, pero aparentemente nadie dijo esto a los prisioneros.
C. S. Lewis rechazó esta idea por considerarla un ataque al concepto mismo de la justicia. «Exigimos una cura, no porque sea justa, sino pensando en que tenga éxito. De este modo, cuando dejamos de considerar lo que el criminal merece y nos limitamos a considerar únicamente aquello que le puede curarle o disuadir a otros, le habremos apartado de forma tácita de la esfera global de la justicia, y lo que obtengamos no será una persona sujeta a derechos sino un mero objeto, un paciente, un “caso”».
Las reformas penales se sucedieron, las ejecuciones públicas cesaron y el público aceptó los cambios en nombre del humanitarismo. El criminólogo holandés Pieter Spierenbur apuntó a la «creciente identificación interhumana» como contracorriente de este cambio. Los individuos comenzaron a simpatizar con el criminal, poniéndose ellos mismos en el lugar del criminal. El impacto de este cambio en la cultura es evidente en una carta que escribió un anglicano del siglo a otro:
«El descrédito en la existencia de la justicia retributiva… está ahora tan expandida a través de casi todas las cases de personas, y en especial en lo que respecta a la cuestiones políticas… [que] hacen que incluso hombres cuya teología les enseña a considerar a Dios como un autócrata vengador y sin ley, a estigmatizar la creencia de que la ley criminal está sujeta a contemplarse como castigo de otros fines al margen de la mejora del propio ofensor y de hacer que otros desistan por considerarla cruel y pagana».