Todas las características del paisaje bíblico son importantes. Hay que tener presente cada una de ellas si deseamos usar las Escrituras de una manera equilibrada y consecuente.
De lo contrario, será como si intentásemos hacer un gazpacho sin disponer de todos los ingredientes. El producto terminado no tendrá el sabor correcto.
1. La Biblia es divina
2. La Biblia es humana
3. La Biblia es histórica
4. La Biblia es espiritual
5. La Biblia es práctica
6. La Biblia es autointerpretativa
Alguien ha dicho que, si permitimos que la Biblia hable por sí misma, veremos que su mejor intérprete es su propio texto. ¡La Biblia se interpreta a sí misma!
La Biblia es como un rompecabezas enorme. Cada trozo tiene sentido en el contexto del conjunto. Al creyente le toca descubrir cómo los diversos trozos encajan unos con otros. No se puede excluir ninguno de ellos, puesto que de lo contrario la imagen no sería completa.
Si abrimos una novela policíaca en la página 150 y leemos que el traje de Felipe estaba manchado de sangre, hay que buscar el significado de este hecho dentro de la novela misma. Siendo el producto de una sola mente, la novela posee unidad orgánica. Cada frase y cada capítulo ocupa un lugar único y se entiende a la luz de todo lo que precede y todo lo que sigue.
Así es en cuanto a la Biblia. Cada parte -sea una sola frase, sea una sección entera -se tiene que interpretar con referencia a otras partes. Esto subraya la importancia de comparar un texto dado con otros a fin de llegar a interpretaciones bien equilibradas.
Al considerar el tema extenso de la tierra prometida, vemos que tiene en las Escrituras tres rasgos. Son distintos pero complementarios. Si creemos que la Biblia es autointerpretativa y queremos evitar patinazos, hemos de tener en cuenta los tres rasgos. ¿Cuáles son?
Primero, Dios prometió a Abraham darle a él y a sus descendientes la tierra en la que vivía (Génesis 12:7, 13:14-17, 15:7, 18-21, 17:8). Estos pasajes hacen pensar que Abraham y sus descendientes físicos iban a poseer para siempre el «título de propiedad» de aquel territorio que después vino a llamarse Israel.
En segundo lugar, y pese a lo prometido en el libro de Génesis, Dios dijo a los descendientes de Abraham: «la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo... Guardad, pues, vosotros mis estatutos y mis ordenanzas, y no hagáis ninguna de estas abominaciones... no sea que la tierra os vomite por haberla contaminado, como vomitó a la nación que la habitó antes de vosotros» (Levítico 25:23, 18:26, 28). ¡Lenguaje fuerte! Indica, sin dejar lugar a dudas, que existía la posibilidad de que se expulsasen los inquilinos de la tierra de Dios.
En tercer lugar, el Nuevo Testamento nos enseña de qué manera Abraham mismo (así como Isaac y Jacob) interpretó y aplicó la promesa divina. Reconoció que «habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena»; y por tanto anhelaba «una mejor, esto es, celestial» (Hebreos 11:9,16). A fin de cuentas, la tierra física no tenía mucha importancia a los ojos de Abraham. Seguramente le habría sorprendido ver cuán importante es para tantos creyentes del siglo XX.
De alguna manera, hemos de dar cabida a todos estos trozos del rompecabezas, y otros muchos tocante al mismo tema. No tenemos el derecho de omitir ninguno de los textos relevantes. Reunir todos los datos y colocarlos correctamente es un trabajo considerable. Pero no hay más remedio si deseamos llegar a conclusiones acertadas.
No existen atajos en esta disciplina. Sí, es una disciplina. El fundamento para ella, que con frecuencia se pasa por alto, es simplemente la lectura continua de la Biblia, preferentemente en grandes secciones, inclusive aquellas partes que nos parecen poco atractivas. De esta forma la absorberemos en nuestra comente sanguínea. Poco a poco los trozos encontrarán su debido lugar.
En este proceso puede ser que nos sintamos obligados a modificar o cambiar por completo nuestras interpretaciones anteriores. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? ¿Poseemos la humildad suficiente para ello?
7. La Biblia es doctrinal
En este apartado hablaremos brevemente de aquella disciplina que comúnmente se llama Teología Sistemática. Por medio de esta disciplina se construye un cuerpo de enseñanzas que expresa ordenadamente lo enseñado en la Biblia acerca de las doctrinas fundamentales de la fe cristiana.
Imaginémonos un supermercado en el que los comestibles están esparcidos sin orden en todas partes. Si pienso comprar un surtido de quesos, tendré que buscarlos en varios sitios. Habrá tal vez un género de queso junto a frutas, otro al lado de embutidos, o de pan, chocolate, bebidas, pescado, mantequilla, sopas... Necesitaré mucha paciencia para encontrar todos los quesos que deseo.
Hace falta semejante búsqueda si queremos informarnos plenamente sobre las enseñanzas doctrinales de la Biblia. Estas enseñanzas están del todo entremezcladas, hallándose distintos aspectos de ellas en diversas partes de las Escrituras. Una vez reunidas y puestas en orden, se asemejarán a lo dispuesto en un supermercado normal.
Cada parte de la Biblia enseña doctrina, o explícita o implícitamente. El conocimiento amplio de aquellos pasajes que son explícitamente doctrinales, especialmente los que están en las cartas del Nuevo Testamento, nos ayudará a discernir la doctrina que está bajo la superficie de otros pasajes.
La soberanía de Dios se enseña explícitamente en diversos lugares, por ejemplo Salmo 135:6, Efesios 1:11. Armados de esta enseñanza, estamos en condiciones para ver esta misma doctrina en la historia de Nabal (1 Samuel 25), en Job 1-2, en el libro de Ester, y en un sinfín de otras porciones de la Biblia.
Hay que reconocer que la doctrina cristiana tiene muchas facetas y que resulta a veces paradójica. Abarca elementos que parecen ser incompatibles. Nos cuesta comprender cómo estos elementos pueden coexistir dentro del mismo sistema doctrinal. ¿Cómo se puede resolver esta dificultad?
Piensa en un lápiz. Mirarlo de lado es una cosa; mirarlo de punta es otra cosa. Pero es el mismo lápiz. Todo depende del ángulo de visión. Así es en cuanto a ciertas doctrinas.
La Biblia enseña, por ejemplo, tanto la doctrina de la soberanía divina como la doctrina de la responsabilidad humana. Ambas son a primera vista contradictorias. Pero el lápiz dice que no.
Consideremos el caso de Faraón durante las diez plagas de Egipto. Es correcto decir, desde el punto de vista de la responsabilidad humana, que Faraón endureció su corazón (Éxodo 8:15, 32). Desde el punto de vista de la soberanía divina, hay que afirmar que fue Dios quien endureció su corazón (Éxodo 9:12, 10:20). La verdad consiste en los dos aspectos, mantenidos en equilibrio.
El apóstol Pablo exhorta a los filipenses: «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Filipenses 2:12-13). ¡Hacedlo vosotros, pero Dios lo hace!
¿Es una contradicción? No. La doctrina de la santificación tiene básicamente dos dimensiones: la humana y la divina. A la luz de la ilustración del lápiz, vemos que se comunican simultáneamente dos mensajes: nos toca a nosotros demostrar por nuestra conducta la realidad de nuestra salvación, y es Dios quien nos da el poder espiritual para lograrlo.
Cambiando de símil, la doctrina no es solamente como un lápiz sino también como una naranja. Una naranja tiene muchos segmentos. Cada uno de ellos está relacionado con todos los demás puesto que forman una unidad orgánica.
Del mismo modo, existe una relación muy estrecha entre los distintos aspectos de la doctrina cristiana dentro de la unidad orgánica de las Escrituras. Todos los aspectos son importantes; todos son necesarios, para que la «naranja doctrinal» sea completa.
No se puede concebir una naranja en la que falten dos o tres segmentos; tampoco una naranja que contenga unos segmentos más jugosos que otros. Pero ¿somos culpables de proponer una doctrina que tiene semejantes características? ¿Tratamos la doctrina como si fuese, por así decirlo, una naranja defectuosa?
Vamos al grano. ¿Hay segmentos de doctrina que omitimos en la práctica? ¿Hay segmentos que menospreciamos porque nos parecen poco jugosos, poco atractivos? La Biblia contiene tanto la doctrina del infierno como la doctrina del cielo.
Enseña tanto la ira como el amor de Dios. No cabe un enfoque selectivo. Hemos de conceder igual importancia a todos los segmentos de doctrina cristiana.
Los segmentos de la naranja forman un conjunto integrado en una misma fruta. Están perfectamente unidos, y se apoyan unos a otros. Asimismo las doctrinas de la Biblia constituyen un conjunto armonioso e irrompible, y se refuerzan mutuamente. Este hecho nos plantea cuestiones significativas en cuanto al estancamiento de nuestros sistemas doctrinales.
¿Cuál es nuestra doctrina del bautismo? ¿Choca con la doctrina bíblica del pecado? ¿Hemos abrazado una doctrina de la iglesia que no cuadra con la doctrina de la regeneración? ¿Nuestra doctrina del cielo es compatible con la doctrina de la salvación que enseñan las Escrituras? ¡Estemos seguros de que nuestra «naranja doctrinal» no incorpora segmentos de limón! Toda doctrina debe reflejar la perfección intachable de la revelación divina. Sí, hay paradojas en esta revelación. Pero no contiene ni errores ni conflictos doctrinales.
8. La Biblia es teológica
Hemos dicho que la Biblia es doctrinal. Ahora afirmamos que es también teológica. ¿Nos estamos repitiendo? No. Hacemos esta distinción para llamar la atención a dos clases de teología. En el apartado anterior hemos tratado de la Teología Sistemática. Ahora nos toca pensar en lo que por lo común se denomina Teología Bíblica.
Por supuesto que toda teología debe ser bíblica. Pero la frase «Teología Bíblica» es un término técnico que tiene que ver con la estructura de la Biblia en su conjunto. Dicho de otra manera, este ramo de la teología nos provee de un marco grande dentro del cual se entienden mejor todos los detalles del texto bíblico.
La Teología Sistemática y la Teología Bíblica son disciplinas complementarias. Hacen falta las dos. Sin embargo, el énfasis suele recaer casi exclusivamente en la primera. A decir verdad, la Teología Bíblica apenas figura en el pensamiento evangélico de hoy.
Por este motivo, la Sección III de este estudio se dedicará principalmente a una explicación de esta disciplina bajo el título «Un marco teológico para la Biblia». Nos limitaremos aquí a una breve introducción al tema. El próximo apartado -«La Biblia es escatológica»- contendrá igualmente unos cuantos elementos de Teología Bíblica.
Si un arquitecto traza un plano para un colegio o un hospital o un hogar de ancianos, considera cuidadosamente el propósito del edificio y lo diseña como corresponde. El constructor sigue luego el plano.
Teológicamente hablando, Dios es tanto arquitecto como constructor. Su gran
propósito es crear un pueblo especial, un edificio espiritual que consiste en «piedras vivas» (1 Corintios 3:9, Efesios 2:21-22, 1 Pedro 2:5). Con arreglo a ese propósito, Dios preparó un plan en la eternidad y ha venido realizándolo a lo largo de la historia. La teología saca a luz los rasgos distintivos de este plan y nos enseña cómo se relacionan las diversas partes del mismo.
El propósito central de Dios se puede resumir en una sola frase: «Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.» Este es un hilo que se observa en toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis (Génesis 17:7-8, Apocalipsis 21:3). Es un hilo teológico que de vez en cuando se expresa por palabras explícitas (por ejemplo Jeremías 32:38, 2 Corintios 6:16). Pero se ve con más frecuencia en sucesos históricos. Pongamos una ilustración.
Cuando Rebeca, mujer de Isaac, se dio cuenta de que esperaba gemelos, Dios le explicó que representaban dos pueblos y que uno de ellos predominaría sobre el otro (Génesis 25:21-26). Fue una etapa crucial en la creación por parte de Dios de un pueblo especial. Jacob, no Esaú, había de ser el instrumento por el cual el propósito central de Dios se llevaría a cabo. A pesar de que Esaú conspiró con su padre para frustrar ese propósito, Dios contrarrestó sus intenciones y Jacob recibió la bendición de Isaac (Génesis
27:1-29).
Siglos después, el profeta Malaquías reconoció que Dios había obrado soberanamente en las vidas de Esaú y Jacob (Malaquías 1:1-3). Y al cabo de otros quinientos años, el apóstol Pablo escribió en términos similares acerca del cumplimiento del propósito divino mediante la elección de Jacob (Romanos 9:10-13).
La liberación de los israelitas de Egipto fue un acontecimiento de gran significado teológico. Fijémonos en dos puntos. Primero, la promesa divina de redención se dio junto con una reiteración del propósito central de Dios: «os redimiré con brazo extendido... y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios» (Éxodo 6:6-7). Segundo, la redención se describe como un éxodo: «yo os sacaré...» (Éxodo 6:6).
Concusión: redención y éxodo son teológicamente casi sinónimos, y están estrechamente relacionados con el adelantamiento del plan divino de crear un pueblo especial.
El éxodo estableció un modelo que se iba a repetir más de una vez. Desde tiempos de Moisés en adelante, los temas entrelazados de redención, éxodo y pueblo especial forman parte integrante del tejido de las Escrituras.
Teológicamente, constituyen h base de la narrativa bíblica. Históricamente, se observan con la mayor claridad en tres sucesos. El primero de éstos fue la liberación de Egipto. El segundo y el tercero fueron el regreso del exilio babilónico y la muerte de Cristo.
Las imágenes usadas por Isaías demuestran que el profeta consideraba el regreso del exilio como un nuevo éxodo (Isaías 40:3, 43:16-21, 48:20-21, 51:9-11). Fue un acto redentor. No obstante, se deja claro en otras partes de Isaías que pocas personas volverían a la tierra prometida y que el pueblo de Dios vendría a ser un pequeño remanente fiel (Isaías 7:3, 10:20-23, 37:4, 31-32; ver también Romanos 9:27-29).
¿Por qué sucedió así? Porque, pese al nuevo comienzo después del cautiverio babilónico, el problema básico del pecado no se había solucionado. El segundo éxodo no había cambiado los corazones del pueblo. Existía todavía un espíritu rebelde. Los de corazón arrepentido -el remanente- eran pocos.
A la luz de estos antecedentes vemos que el propósito central de Dios no podía realizarse en la nación de Israel como tal. De acuerdo con la representación de Dios en la profecía de Isaías como el tres veces Santo, el propósito divino había de ser avanzado por la minoría piadosa dentro de la nación y por sus sucesores espirituales.
Las primeras páginas del Nuevo Testamento nos presentan algunos de estos sucesores: José y María, Zacarías y Elisabet, Simeón y Ana (Mateo 1:18-25, Lucas 1:5-2:38). Eran hombres y mujeres verdaderamente piadosos, de fe auténtica. Pero no eran perfectos. Necesitaban, al igual que todos los demás, el perdón de sus pecados. Hacía falta otro éxodo, un éxodo espiritual que resolvería de una vez y para siempre el problema del pecado.
Ese éxodo espiritual se llevó a cabo con ocasión del viaje que Jesús emprendió en la cruz (Lucas 9:31; el texto griego dice literalmente «éxodo»). Mediante su «éxodo», Cristo «se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio» (Tito 2:14). Fue el acto final y completo de redención.
Por Moisés, Dios triunfó sobre los egipcios. Por Cristo, Dios triunfó sobre el pecado, una liberación espiritual que cumplió todo lo prefigurado en liberaciones físicas anteriores. Como consecuencia de esa liberación espiritual, todos los redimidos -los que a lo largo de la historia han sido rescatados de la esclavitud espiritual- cantarán un día el cántico de Moisés y el cántico del Cordero (Éxodo 15:1-18, Apocalipsis 15:3-4).
Tomado de Andamio, usado con permiso.