Quién tiene la culpa
David avanza un poco más. No sólo confiesa su pecado sin intentar justificarse en absoluto; también reconoce toda la gravedad de su falta, se encomienda a la misericordia de Dios, y aun admite que la corrupción reside en la esencia de su propia naturaleza.
Reconoce que ha pecado contra Dios y admite que no tiene esperanza frente a su naturaleza pecaminosa: "He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre."
No lo dice como una excusa. Más bien, lo que hace es deplorar su condición. No tiene cómo declarar: 'Si me perdonas esta vez, no lo volveré a hacer.' Necesita de la misericordia de Dios no sólo por lo que ha hecho sino por lo que es.
Nuestra pecaminosidad nunca es una excusa para pecar. Es cierto que tenemos una naturaleza caída. Como Pablo, anhelamos que la mortalidad se revista de inmortalidad. Por ser así de miserables, el pecado nos vence. No sabemos cómo hacer para superar nuestra debilidad. Es importante reconocerlo, no como una manera de excusarnos, sino en reconocimiento de nuestra absoluta pecaminosidad.
Esa admisión no debe ser la de la autoconmiseración. Es inútil decir: 'Nunca lograré nada. Estoy totalmente corrompido y nunca podré dejar de pecar.' No sea tan petulante. No debe culpar a Dios, y eso es justamente lo que hace cuando habla de esa manera. Usted está amargado porque se siente mal consigo mismo. Y en tanto siga amargado y resentido, en tanto no pueda aceptarse tal como es, sin resentimiento, no podrá confesar lo que es a Dios; sólo podrá quejarse por ello. La queja nunca conduce a la salud. La confesión, sí.
Las ciencias de la conducta nos ofrecen una salida aparente. Somos lo que somos, declaran, por lo que ha ocurrido en nuestro pasado. Somos el producto final del aprendizaje, del ambiente, de la herencia, o de alguna otra cosa.
Por lo tanto, tenemos todo el derecho de culpar por nuestros defectos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a la sociedad en general, y aun al Estado. La doctrina del pecado original, cuando se la enseña equivocadamente, puede aportar una excusa similar.
Pero el verdadero hijo de Dios acepta su responsabilidad por lo que es. Al decir que ha sido concebido en pecado, David no está culpando a sus padres. Simplemente está reconociendo un hecho. El énfasis global de su oración indica que acepta toda su responsabilidad.
A muchos de nosotros nos cuesta hacer lo mismo. Preferimos encontrar razones que expliquen lo que somos, que diluyan nuestra propia responsabilidad. Sin embargo, nos guste o no, somos responsables por lo que somos tanto como somos responsables por lo que hacemos. La tragedia es que, hasta que no aceptemos nuestra responsabilidad, no podemos recibir ayuda.
Usted dirá: '¿Cómo puedo ser responsable por lo que soy cuando son otros los que me han hecho así?' Los teólogos difieren en el tipo de respuestas que dan a esta pregunta. Quizás una sencilla ilustración nos ayude a hacer más aceptable la idea. Supongamos que usted hereda una gran propiedad de su padre pero pesan muchas deudas sobre ella.
Usted conversa sobre el asunto y piensa que con energía y nuevas ideas, podrá blanquear las dificultades financieras. Pero falla. Fracasa en parte porque no es tan laborioso ni tan habilidoso como lo pensaba, y en parte porque al comenzar algunas circunstancias jugaban en su contra.
Podría decir: 'No es culpa mía. Si mi padre no lo hubiera embrollado todo yo no me encontraría en semejante problema ahora.' Pero el hecho es que lo está. Su explicación no va a satisfacer a los acreedores. No es relevante.
Culpar a su padre puede consolar a su amor propio herido, pero no va a modificar las circunstancias. No le queda otra alternativa que aceptar su responsabilidad por las deudas. En realidad, sea que enfrente la bancarrota o no, la única actitud que le dará paz mental, y de hecho la única actitud madura, será expresar: 'Es mejor que admita que no tengo escapatoria. Las excusas no ayudan. No me queda alternativa que hacerme cargo de todo.' Encare la realidad de su pecado frontalmente; deje caer sus defensas, y luego Dios podrá ayudarlo.
Las manchas del leopardo
En este aspecto, la Corte celestial tiene ventajas sobre cualquier otra corte terrenal. A un condenado a quien se acusa de un crimen se le puede preguntar: '¿Hay alguna otra falta que usted desearía le sea tomada en cuenta?'
Puede favorecerlo de alguna forma reconocer las violaciones que haya cometido previamente contra la ley. Pero la ley y sus instituciones 'correccionales' no pueden hacer nada por el preso que declara: 'Tengo una naturaleza criminal desde que nací.' Nos gustaría que se pudiera hacer algo, y de hecho hay fiscales, psicólogos y psiquiatras que hacen todo lo que pueden por cambiar las manchas al leopardo.
Pero en realidad, sólo la gracia milagrosa de Dios puede limpiar una naturaleza manchada. Y aun esa gracia divina es impotente a menos, que percibamos claramente, y que admitamos libremente somos pecadores por naturaleza.
No tendríamos esperanza alguna si no fuera porque Dios quiere limpiamos por dentro. De la misma forma que una persona enamorada de las plantas se deleita cuidando las delicadas hojas y flores, a Dios le complace dedicarse a limpiar el interior de sus criaturas.
'He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo.' Ese es su deleite. Dios se acerca, observa su progreso y su desarrollo con gozoso entusiasmo. No importa cuán engañoso y oscuro sea su corazón, a Dios le entusiasma limpiarlo. Le gusta hacerlo con suavidad, pero no rehusa usar métodos más violentos si hace falta. "Purifícame con hisopo", le ruega David, aludiendo al hisopo que se usaba para rociar la sangre en la purificación ritual. Pero para nosotros esas Palabras alcanzan un significado más profundo. Nuestros corazones pueden ser rociados y purificados de la conciencia pecaminosa con la sangre de Jesús (Hebreos 9.13-14). Nos basta que Jesús haya muerto por nosotros. Los pecados que confesamos son purificados, no por la magnitud de nuestra confesión sino por la total aceptación de Dios hacia nuestro perfecto Redentor. De modo que cuando oramos: "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio", no le estamos rogando a un Dios que se resiste a llevar a cabo una tarea desagradable; sencillamente, nos rendimos al ardiente anhelo de quien se deleita en limpiar los corazones, inclusive el nuestro.
¿Pero qué significa exactamente ser limpiado por dentro? ¿Significa que la propia tendencia pecaminosa va a ser disuelta? Sería extraordinario que así fuera, pero tenemos que cuidarnos de una perspectiva facilista del pecado y su solución. El pecado es como la suciedad que se pega en el horno, y que los productos limpiadores que actúan durante la noche eliminan con tanta eficiencia. ¡Rocíe su horno la noche anterior, límpielo con una rejilla a la mañana siguiente, y tendrá una cocina reluciente como nueva! En este sentido, Dios lo limpiará completamente del pecado. La suciedad y la mugre serán eliminadas como una capa de espuma, y usted estará tan limpio como nuevo. Sin embargo, ningún producto limpiahornos puede impedir que se forme nuevamente la suciedad. El perdón de Dios no lo libera de las tendencias pecaminosas.
Cambiando la metáfora, se puede limpiar la infección de una herida, pero la herida misma sigue estando allí; hasta que sane totalmente, puede volver a infectarse. El pecado puede reaparecer a causa de nuestras enfermedad des espirituales, pero la primera medida será siempre limpiar la herida completamente. Con el tiempo, vendrá la curación y el crecimiento del tejido nuevo. Pero no se adelante a Dios mismo. Estamos tratando con el pecado, con infección, con pus. La limpieza, a veces inclusive una reiterada limpieza, precede a la curación y a la restauración. El primer proceso es instantáneo. Prepara el camino para el segundo proceso. Pero desafortunadamente, no lo puede garantizar a menos que volvamos a nuestro médico celestial cada vez que tengamos pus en la herida.
Pero, ¿cuántas veces va a limpiar el pecado que confieso? ¿Siete veces? Nada de eso; le aseguro que lo hará ´ setenta veces siete'.
¿Será completa la limpieza? "Esconde tu rostro de mis pecados – ruega David -, y borra todas mis iniquidades." Eso es exactamente lo que Dios hará. No verá nuestros pecados. Nos verá solamente a nosotros, en la persona de su Hijo. Será como si nuestros pecados nunca hubieran existido.
Con la limpieza, llega la renovación de la comunión y del gozo. Fuimos creados para la comunión y sin ella nuestras vidas estarán incompletas. Somos como las flores que aman el sol, y que empalidecen a la sombra. "Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido... Vuélveme el gozo de tu salvación."
El peor efecto del pecado es la alienación, alienación de Dios y de su pueblo. Esta separación es la que aplasta nuestro espíritu y nuestros huesos. Estamos rodeados de multitudes mientras el peso de nuestra soledad nos hace arrastrar los pies fatigosamente. Dios parece muy distante. Su Espíritu está apenado y silencioso. En El progreso del peregrino, de Bunyan, el pecado conformaba un bulto atado a las espaldas de Cristiano, atrapado en el pantano de la Desesperación. En esas condiciones, sentimos los huesos aplastados.
Podemos identificarnos con David. Dios oye el clamor del corazón solitario, y se apresura a restaurarlo. 'No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu.' David sabía en qué forma el pecado había roto su comunicación con Dios. David era un hombre 'conforme al corazón de Dios', porque su primerísima prioridad era su comunión con él. No era solamente limpieza lo que estaba suplicando, sino una limpieza que le abriera las puertas a la comunión restaurada. Con esa comunión, volverían también la vida, el vigor, el gozo.
El sacrificio aceptable
También se ha dado cuenta David de que el mero ofrecimiento de un sacrificio no es suficiente. Podría haber cumplido con el rito de la ofrenda por el pecado, o la ofrenda quemada, pero sería necio seguir justificando sus faltas o creer que el sacrificio de un animal podía satisfacer a Dios. "Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios." David no sabía nada acerca del Cordero de Dios que habría de quitar el pecado del mundo. Pero sí se daba cuenta de que las observancias religiosas externas no podían reemplazar una actitud interna correcta hacia Dios y hacia el pecado.
Nosotros olvidamos fácilmente esta verdad. Tratamos de compensar nuestros pecados recurriendo a sacrificios propios de nuestra época. Nos esforzamos más, nos mostramos más bondadosos con la persona a la que hemos lastimado, hacemos oraciones más largas y frecuentes. Pero ninguna de esas cosas es aceptable a Dios "Él quiere un espíritu quebrantado, un corazón contrito. El simplemente quiere que digamos: 'No hay nada que yo pueda hacer para compensar las faltas cometidas. Lo que he hecho sólo tú puedes ponerlo nuevamente en orden.' Como Lady Macbeth, en la obra de Shakespeare, refregamos nuestras manos manchadas, exclamando: "¡Vete, mancha inmunda!" cuando en realidad lo único que podemos hacer es mostrarle la mancha a Dios y decirle: 'No puedo limpiarla.'
David también sabía (porque al orar, recordaba su relación previa con Dios) cómo nace la alabanza en un corazón liberado de la culpa. Conocía la espontaneidad y la autenticidad que había en el testimonio de un hombre libre. "Entonces enseñaré a los transgresores tu camino, y los pecadores se convertirán a ti... cantará mi lengua tu justicia."
Yo ya conocía el evangelio durante varios años, y por mi predicación muchos habían llegado a convertirse, antes de que yo mismo realmente captara lo que significa, en palabras de Lutero, "pecar con descaro, pero regocijarnos y creer en Cristo con mayor descaro aun". Al descubrir esta realidad, no sólo me vi liberado de una conciencia que me aplastaba sino que se incremento en mí el espíritu de alabanza y gratitud, y me sentí más libre para compartir mi alegría con otros.
Sólo Dios puede abrir nuestros labios para que le alabemos. Y se deleita haciéndolo. "Señor, abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza." Los prisioneros liberados cantan y gritan de alegría. Cuando se alivia nuestra carga, nuestros espíritus se llenan y nuestros labios se abren. Repentinamente nos volvemos conscientes de la iglesia que nos rodea, y oramos con nuevo vigor por nuestros hermanos. Como exclama David en los versículos finales, "Haz bien con tu benevolencia a Sion; edifica los muros de Jerusalén. Entonces te agradarán los sacrificios de justicia".
¿Cuándo exactamente escribió David este salmo? ¿Antes o después que muriera su hijo? Creo que antes. Su ruego por la vida del niño, en oración y ayuno, seguramente fue sincera (2 Samuel 12.16), pero la muerte del bebé no encontró a David deprimido, sino listo para encarar la vida con gozo en Dios. Muchos problemas lo aguardaban, conflictos familiares y políticos de un tenor que hubieran amargado a cualquiera. Pero David había descubierto el secreto de la comunión restaurada con Dios, y por eso todavía se lo considera como el rey más grande que haya gobernado a Israel.
Parte I
Tomado con permiso del libro: Oración, un diálogo que cambia vidas.
Editorial Certeza ABUA
Autor: John White