Cada elevado privilegio espiritual de que disfrutamos, entraña consigo también un grave peligro. Cuanto más grande el privilegio, más grande el peligro. La dirección divina es un privilegio que está preñada de graves peligros. Empero, no nos atrevemos a descuidarla, ya que “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14).
Cuando yo era un muchacho esforzándose por ser cristiano, me quedaba perplejo al escuchar a los cristianos mayores decir que Dios les había hablado así y asá para que hicieran esto o aquello. Yo ponía el oído atento para escuchar la voz de Dios, pero nada oía. Como un chico descendiente de cuáqueros, mi herencia religiosa estaba llena de historias de personas que habían recibido notablemente la dirección de Dios en algunas ocasiones de sus vidas. Se nos hablaba de aquellas dos mujeres, que en el principio de la historia del cuaquerismo habían recibido la orden expresa de Dios de ir a predicar al sultán de Turquía.
En aquellos tiempos era cosa muy difícil ver al sultán, y que dos mujeres hicieran tan largo viaje sólo para verlo, parecía cosa de locura. Pero Dios les había dicho que fueran. Y las dos mujeres viajaron a Turquía, y no sólo hablaron con el sultán, sino que le predicaron el evangelio y su mensaje fue bondadosamente recibido.
El soberano, comprendiendo lo peligroso que era para dos mujeres solas viajar por Turquía en esos tiempos, les ofreció una escolta militar desde su palacio hasta la frontera. Ellas rechazaron la oferta cortésmente, diciéndole al sultán que Dios podía protegerlas mejor que una escolta de soldados.
También se nos contaba la historia de Esteban Grellet, noble francés que había escapado de la guillotina, y había podido huir a América, donde había llegado a ser un predicador eminente entre los cuáqueros. Una vez que andaba en uno de sus arduos viajes evangelísticos, se sintió inspirado por Dios para ir a predicar en cierto campamento maderero. Al llegar al campamento lo encontró vacío y solitario.
Pero aunque no se veía un solo hombre en todo el campamento, estaba tan seguro que Dios lo había mandado a predicar ese día allí, que de todos modos se fue al gran comedor de los trabajadores y predicó un largo sermón en el recinto completamente vacío. Años más tarde, cuando Grellet se encontraba predicando en Londres, se le acercó un hombre y le dijo: “¿Se acuerda de aquella vez que predicó en un salón vacío en un campamento maderero Bueno, yo era el cocinero de ese campamento, y al verlo venir a usted me escondí en la cocina, y desde allí escuché todo su sermón”. Ese sermón había impresionado de tal manera al cocinero que se había convertido, y ahora era un cristiano fiel y activo en la obra del Señor.
También oíamos historias de Amós Kenworthy, el hombre que recibía revelaciones extraordinarias de las necesidades de diferentes personas. En las reuniones de nuestra propia convención anual se presentaba Esther Butler, la fundadora de la misión de los cuáqueros en China cincuenta años atrás. Cuando Dios la llamó para comenzar esa obra misionera, Esther Butler vio en una visión una calle china atiborrada de gente. Cuando algún tiempo después llegó a Nankín, reconoció esa misma calle, y esas mismas caras que había visto en su visión.
¿Podría Dios hablarme a mí de esa manera Muchos de mis amigos habían testificado ya de su llamamiento a servicios en tierras extranjeras. Yo deseaba desesperadamente ir también, pero ni para salvar la vida, podía decir, que yo tenía experiencia alguna que pudiera considerar un llamado específico de Dios. Consulté a misioneros, predicadores y oficiales de la iglesia, pero todo lo que me recomendaron fue que estuviera listo a obedecer cuando el llamamiento de Dios llegara.
Yo ya había decidido eso desde largo tiempo atrás. Lo que ahora necesitaba era que me dijeran cómo oír la voz de Dios. Un pastor bastante sabio me consoló un tanto, contándome que una vez que unos nuevos convertidos le habían preguntado a Amós Kenworthy por qué, si Cristo había dicho: “Mis ovejas oyen mi voz, y me siguen” ellos no habían oído nada todavía. El viejo santo les había respondido: “Es cierto que las ovejas oyen su voz, pero los corderos tienen que aprender a oírla”. Esto me ayudó un poco, pero si yo solamente pudiera empezar a aprender cómo oír, me sentiría feliz.
Más tarde leí dos buenos libros que me ayudaron mucho. Uno era “La divina guía interior” de Upham, y el otro “Impresiones” de Knapp. Después de leerlos tuve algunas pequeñas experiencias al aplicar las enseñanzas de esos libros. Muchas de esas primeras experiencias vinieron en la forma de inspiración para hablar a mis compañeros acerca de la salvación.
Descubrí que cada vez que me sentía impulsado a hablarle a alguien de Cristo, ya estaba preparado para convertirse. Me afligía un poco el hecho de que no podía explicarme la naturaleza de esa guía; cuando yo sentía cierto grado de tensión nerviosa, sabía que era el tiempo de ir a hablarle a alguien del estado de su alma. Si hablaba a alguien, y el estado de tensión subsistía, sabía entonces que no era de Dios.
Más tarde aprendí que la voz de Dios no consiste en una experiencia de temor o ansiedad, sino en el crecimiento de una convicción interior. En aquellos días de mis primeras experiencias, esta convicción de que Dios me estaba hablando, me producía sentimientos de pavor. Poco a poco llegué a comprender que lo que importa es llegar a tener la convicción, independiente de las emociones de susto o pavor que pueda producir.
Por ese tiempo, también, escuché a un predicador decir algo más sobre el tema, que consideré interesante. Este hombre decía que el diablo siempre mueve a la gente por impulsos repentinos, pero que Dios da siempre tiempo para la consideración, el examen de las pruebas y el desarrollo de la convicción. Este predicador hasta afirmó que cualquier persona que sintiera un impulso súbito de hacer algo extraño, y hacerlo enseguida, podía tener la plena seguridad que ese impulso provenía de Satanás.
Esto ha resultado ser cierto en la mayoría de los casos en el curso de mi vida. Dios es amor. Dios nos da su Espíritu guiador, no como una especie de acicate o aguijón, sino como una amorosa expresión de su interés en los asuntos comunes de nuestra vida. Dios es también paciente, y se goza en hacernos ver claramente su voluntad antes de que actuemos. Dios nos habla cuando estamos dispuestos a escuchar, y eso favorece el crecimiento y madurez de nuestra experiencia. Esto es un glorioso privilegio. Pero si queremos aprender a conocer la voz de Dios, debemos terminar de dar lugar al temor—hasta el temor de cometer errores.
En momentos de tranquilo descuido es posible recibir impulsos de Satanás, o meramente de nuestros deseos personales. Necesitamos aplicar algunas reglas simples para identificar esos impulsos.
Primero: ¿Es escritural esa impresión Dios nunca viola su Palabra escrita. Podemos depender en que el Espíritu Santo no se contradice. Cualquier impresión que no esté en armonía con las Escrituras no proviene de Dios. Una de las más profundas razones por las cuales el cristiano debe ser un estudiante constante y cuidadoso de las Escrituras es porque así conoce mejor la mente de Cristo. Es menester aplicar constantemente esta prueba, primera y principal. La Palabra de Dios y el Espíritu Santo trabajan siempre juntos y en armonía.
Segundo: ¿Es justa o correcta Dios nunca demanda actos inmorales. Conocí a un hombre casado que se acercó a una chica soltera y le dijo que Dios le había manifestado que era su voluntad que ellos dos se casaran. Evidentemente este hombre estaba contestando una llamada que no era para él. También pasaba lo mismo con una mujer, madre de siete hijos pequeños, que decía que Dios la estaba mandando al África como misionera.
Tercero: ¿Es providencial ¿Todas las circunstancias presentes de nuestra vida, las cuales suponemos estar dentro de la voluntad de Dios—activa o permisiva—para nuestra vida, convergen en abrir las puertas para hacer lo que nos parece que se nos manda hacer Si Dios nos está llamando, El también debe abrir las puertas. Nosotros no tenemos que forzarlas.
Cuarto: ¿Está corroborado por amigos fieles y espirituales Esta es una prueba imprescindible para frenar el individualismo exagerado. Es concebible que alguna vez un cristiano deba estar en contra de la opinión de los demás, pero casi siempre es peligroso. Creo que hay un mejor camino. El finado Amós Kenworthy, era famoso por sus revelaciones instantáneas y sus visiones espirituales. Se le recuerda como un hombre casi infalible.
No obstante eso, se adhería fielmente al principio de los cuáqueros de someter siempre sus intenciones y deseos a los demás directores y ancianos. Los cuáqueros van confiados a realizar sus funciones como ministros sólo cuando hay completa unanimidad en todos lo demás. Casi siempre los compañeros le daban una minuta escrita, expresándole su consentimiento en las cosas que estaba haciendo, según la costumbre de los amigos[1], apoyando sus decisiones.
Amós Kenworthy conservaba cuidadosamente esta minuta con él, porque era el apoyo a su ministerio. Pero ocasionalmente el cuerpo de ancianos no concordaba con sus sentimientos. Entonces él dejaba la responsabilidad del servicio en manos del grupo, y se sometía al juicio de ellos. Esta actitud de este santo hombre de Dios es para mí la mejor prueba que él era un hombre guiado por Dios. El compañerismo cristiano es algo de inmenso valor, dado por supuesto que es un compañerismo en el Espíritu.
Finalmente: ¿Viene esta impresión de una convicción aún más fuerte Esto es para mí el verdadero corazón de la guía del Espíritu. Muchas veces una idea me ha tomado con gran entusiasmo. Pero luego, para mi propia sorpresa, se ha desvanecido al poco tiempo. Pero la voz verdadera de Dios es una convicción que va creciendo a medida que pasa el tiempo y llega a ser ineludible y compulsiva.
Me apresuro a decir que debemos cuidarnos de dos impresiones erróneas que quizá pude haber dejado en el lector. Primero, no debe razonarse que conocer la voluntad de Dios para toda una vida de servicio es privilegio exclusivo de misioneros y pastores. Doy gracias a Dios por esa inmensa hueste de jóvenes cristianos que se hallan ocupados en distintos negocios y profesiones, que conocen la voluntad de Dios para su vida, tan seguramente como cualquier ministro.
Segundo, que la guía del Espíritu es sólo para las grandes crisis de la vida. El Espíritu Santo tiene interés en todos los detalles por pequeños que sean, de nuestra vida diaria, porque El quiere que ésta sea como la de Cristo.
Muchas de nuestras diarias decisiones las deja el arbitrio de nuestro propio sentido común y criterio santificado. Pero es posible para nosotros depender de El más profundamente cada día y estar al tanto de ello, para que nos dirija en las cosas pequeñas. Tampoco se debe deducir de mi larga exposición sobre las pruebas necesarias que el depender de la dirección del Espíritu es el resultado de un largo y elaborado proceso.
Por el contrario, es bien cierto que con la experiencia uno puede descubrir pronto la misma calidad de convicción que es una guía adjunta a impresiones que conciernen a los detalles pequeños de la vida diaria. Los problemas más serios, que no se pueden resolver en el momento, pueden ser dejados para otro día, mientras se ponen en oración, a fin de permitir la afirmación o la disminución, según el caso, de la convicción respecto a ellos.
La vida se torna terriblemente inadecuada a menos que vivamos dentro de la diaria guía del Espíritu Santo. En esta clase de vida el Espíritu nos controla, no en un vago sentido de inspiración deísta, sino convirtiéndose El en nuestra mente, nuestra inteligencia, nuestro corazón, nuestra voluntad, nuestra verdadera vida. En esta relación íntima, la disciplina de la primera hora quieta de la mañana se complementa con la disciplina de un reconocimiento consciente de su presencia y soberanía en todos los asuntos que van y vienen durante el día.
Así, nos hacemos más y más sensibles a su suave presión sobre el corazón, que aquí nos estimula, allí nos reprende, según sea dónde vamos, según sea lo que hacemos, lo que decimos, lo que compramos; según sea lo que debamos responder, o lo que debamos callar; cuáles programas de televisión mirar y cuáles no, y cuándo debemos apagar del todo el televisor; y cuándo y cómo pedir disculpas por una mala palabra que hemos dicho, o por una acción que ha herido a otros.
Esto es la esencia de la disposición espiritual. No hay límites para el desarrollo de la sensibilidad, atenta, a la menor insinuación del Espíritu Santo que nos guía, momento a momento, durante todo el día.
Esto me hace pensar que la guía del Espíritu Santo, más que una voz audible, es un impulso para la acción. Debemos reconocer que la guía del Espíritu se encamina primeramente a proveemos juicios morales. Tiene más interés en enseñarnos las cosas rectas que debemos hacer, que las cosas prudentes. No tiene interés en darnos pronósticos infalibles en cuanto a cómo ganar dinero, o si mañana va a llover o no, o cómo fluctuará la bolsa de valores.
No es una especie de nigromancia o astrología, que satisface nuestra curiosidad de saber qué puede ocurrirnos hoy, y que nos releva de la obligación de conocer las cosas de la vida por medio de nuestro juicio santificado. La guía del Espíritu nos es dada para que conozcamos el aspecto moral de cada asunto.
El Espíritu Santo tiene interés en enseñar a un cristiano cómo conducir sus negocios cristianamente, sea que esto le traiga ganancia material o no. El éxito comercial del cristiano no tiene interés para el Espíritu Santo sino en una forma indirecta: El prefiere guiar al cristiano en los altos niveles de la vida espiritual que agrada a Dios. Esto puede darnos una pista para conocer en qué consiste la guía del Espíritu.
Es precisamente en este problema de “cruzar la línea” que tratamos en el capítulo anterior, donde comienza la guía del Espíritu. La gente desea poseer una guía particular espectacular. Algo que le diga, por ejemplo, que no debe tomar tal tren porque ese tren va a chocar, o elegir el mejor trabajo donde se progresará más pronto. Pero la gente olvida que esas experiencias extraordinarias son el privilegio sólo de aquellos que han ensayado por mucho tiempo su sensibilidad a la voz del Espíritu en las cosas pequeñas de la vida. El aumento de sensibilidad a la voz del Espíritu está en relación directa a la disposición de obedecer la voz del Espíritu en cada momento.
Ningún hombre puede decir a otro hombre cuándo se ha convertido en glotón. Pero el Espíritu sí puede. Ningún hombre puede decir a otro cuando su sensibilidad se está volviendo tan egoísta que se opone a Dios. Pero el Espíritu Santo siempre lo hace. Uno puede estar confuso en su propia mente y no saber cuándo su celo religioso se ha convertido en envidia, cuándo el deseo de escuchar palabras de encomio se ha convertido en amor por las alabanzas, cuándo la ira santa se ha hecho camino hacia el mal temperamento.
Pero en medio de esa confusión vendrá, si somos capaces todavía de escuchar “la pequeña voz”, esa gentil guía del Espíritu que nos dirá: “Este es el camino, andad por él”. Saber cuándo somos líderes en la iglesia sólo por el placer de mandar; saber cuándo una persona del otro sexo comienza a ser una tentación a la infidelidad; conocer cuándo la admiración por la belleza física se convierte en mirada de concupiscencia, todo eso es posible sólo por la dirección del Espíritu Santo.
Nuestra experiencia cristiana será algo estéril y meramente histórico, a menos que se haga una experiencia viviente, mediante la guía del Espíritu. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios.”
Una ilustración personal puede ayudar a comprender este asunto. Cuando yo era muchacho era muy charlatán.
El habla es un maravilloso don de Dios. ¿Qué harían los predicadores sin este don Sin embargo, ¡qué fácil es abusar de ella, sobre todo en los sermones! Mi vida social se limitaba al grupo de jóvenes de la iglesia, y nuestras reuniones sociales estaban siempre llenas de alegría. Yo hablaba mucho en esas reuniones, y los jóvenes siempre reían conmigo. Como yo trataba también de ser un buen cristiano, esa frivolidad y charlatanería llegaron a preocuparme un poco.
No era que había algo malo en lo que decía; no decía falsedades, ni contaba chistes de subido tono. Lo que me hacía volver a casa con un sentido de frustración era la vanidad y vaciedad de todo lo que decía. Vez tras vez volvía a casa para orar fervientemente que se me quitara aquello. Pero en la próxima fiesta resultaba lo mismo.
Llegué a desesperarme por ese problema. Por fin una noche decidí tomar el toro por los cuernos. Llegué bien temprano a la reunión, y me senté en un rincón oscuro y alejado, resuelto a no abrir la boca para nada. La reunión comenzó y bien pronto todos estaban conversando. Entonces alguien preguntó: “¿Dónde está metido Cattell” Alguien me descubrió en mi rincón, y todos corrieron hacia mí. Todos querían saber qué me pasaba.
¿Estaba yo enfermo, acaso Evidentemente la treta no daba resultado. Yo quería pasar desapercibido y estaba llamando más la atención que antes. De modo que les dije algunas palabras, deseando quedarme quieto y tranquilo. Fue peor. Un poco de charla trajo más charla, y en diez minutos yo era el centro de la reunión otra vez. Esa noche volví a casa con el mismo sentimiento de vaciedad y frustración.
Otra vez oré y lloré por el mismo problema. Entonces el Espíritu Santo pareció enseñarme algo. El no deseaba cortar la diversión de la vida de un joven más que lo que quería cortar mi lengua. Pero el deseaba controlar ambos. Parecía decirme que, si en medio de la diversión yo podía oír, El me podría hablar. ¡Y descubrí que era cierto! Entonces fui a las mismas reuniones de jóvenes con el mismo grupo de muchachos y chicas, pero con una nueva victoria.
¡Era gloriosamente cierto que si yo podía oír, El podría hablar! Y aprendí rápidamente la técnica de saber oír esa voz suave que me decía: “Ten cuidado. Calla ahora. No digas eso. Es tiempo de cambiar de tema.” De este modo comenzó a andar mejor mi vida. La obediencia me trajo la victoria, y podía entonces acostarme y repasar los sucesos de una noche en que sólo había habido satisfacciones y ninguna derrota.
Como decía Sangster, “Dios sí nos guía.” Y el resultado es bendito. Si uno nunca ha tenido una experiencia espectacular con el Espíritu, es bueno cultivar esa clase de pequeñas y constantes experiencias diarias. La obediencia constante nos trae una sensibilidad creciente a la voz y guía del Espíritu Santo, y nos prepara para mayores y más profundas experiencias.
Después de la enseñanza de la guía del Espíritu en Romanos 8 sigue una enseñanza acerca del testimonio del Espíritu. La voz del Espíritu es la misma en ambos casos. Exactamente en la misma forma inequívoca en que El viene para darnos la seguridad de la salvación, así también nos guía con su voz hablando a nuestra conciencia, para darnos convicción y certidumbre. La guía y la conciencia no son la misma cosa, pero la guía usa la conciencia.
Hoy en día hay urgente necesidad de cristianos guiados por el Espíritu. Uno vacila en dar experiencias, por temor de que alguien las acepte como normativas. Pero podemos mencionar una o dos para que nos sirvan de aliento, viendo cómo trabaja la guía interna del Espíritu. Un creyente recién convertido en una aldea india estaba pasando por un momento de gran angustia. Había llevado a su esposa a una concentración cristiana, y al volver, al cabo de unos días, halló su casa saqueada. Casi todo el grano había desaparecido.
En pocos días se habían comido lo poco que les habían dejado. Lo que hacía el caso peor, la aldea estaba sufriendo una epidemia de cólera, y la gente se encerraba en sus casas y no salía a hacer negocios. Se le ocurrió pensar que si él tuviera tan sólo una rupia, podría ir a la ciudad, y comprar grano suficiente para sostenerse hasta que la situación mejorase. Pero él no tenía esa rupia.
De modo que él y su esposa se arrodillaron después del desayuno, que consistía en un simple platillo de leche de cabra, y oraron por una rupia. Al mismo tiempo, un evangelista nacional, que recorría las aldeas predicando, estaba orando y pidiendo al Señor le indicase qué aldea tenía que visitar esa mañana.
Se levantó de la oración con la firme convicción que el Espíritu Santo lo mandaba a visitar a ese nuevo convertido. Cuando llegó a la aldea y visitó a este hermano, conversaron de todo un poco, pero ninguna mención se hizo de la necesidad de una rupia. Por fin el predicador le preguntó al creyente si no tenía algún ghi de venta. El ghi es una especie de mantequilla batida.
A él le gustaba comprar alimentos en las aldeas, porque son más puros y baratos. El creyente le dijo que tenía una cierta cantidad, que podía valer quizás un cuarto de rupia. El predicador adquirió la mercancía, la acomodó en su bicicleta, y se dispuso a partir, sin decir nada acerca del pago. El creyente lo acompañó hasta el límite de la aldea, según la costumbre india. El predicador le preguntó entonces si él podía proveerle esa misma cantidad de ghi cada semana. El hombre contestó que precisamente tenía una cabra que le daba esa cantidad justa todas las semanas. Entonces el predicador le pagó por adelantado cuatro porciones de ghi. ¡Justo la rupia que necesitaba!
Este recién convertido volvió entonces feliz a su casa, y junto con su esposa, dio gracias a Dios por haberle contestado tan pronto su oración. Lo mismo podemos hacer nosotros. Pero también hay que dar gracias a Dios por un predicador tan sensible a la voz del Espíritu.
Una vez yo estaba predicando en una concentración de jóvenes a orillas del lago Erie[2]. Una noche, después del servicio, se derramó sobre el grupo de jóvenes el espíritu de alabanza. Uno tras otro, ellos comenzaron a dar palabras de testimonio y gratitud. Una jovencita recalcó su profunda seguridad durante su testimonio de conversión. Yo me sentí impulsado a cantar cierto corito antiguo, compuesto por un ministro de la Iglesia de los Amigos, a quien yo había tenido el honor de seguir en el pastorado de una iglesia, cuando él pasó a la presencia del Señor. Esto había sucedido en los días de la gran depresión económica de los años 30, y yo le había dado atención especial a la viuda de ese pastor y a sus dos hijos pequeños. Después de un tiempo me había ido de misionero a la India y durante diez años había perdido de vista a esa familia. Yo vacilé en comenzar el corito, porque, como digo era antiguo, y yo mismo no conocía bien la letra. No sabía si los jóvenes lo conocían o no. Después que dos o tres jóvenes más dieron su testimonio, yo me decidí a cantar el corito. Lo canté dos veces. A la segunda vez se levantó un robusto mocetón, pasó adelante y se entregó a Cristo.
Yo no tenía idea de quién era este joven. Pero él lo aclaró enseguida: “Esta es la primera vez que me siento feliz en muchos años,” dijo. “Yo no había pensado en mi padre por mucho tiempo, hasta esta noche en que usted cantó el corito que él compuso. Me conmueve pensar en lo que diría mi padre si supiera la clase de vida que he llevado hasta hoy.” Ese corito había tocado su corazón y él había encontrado a su Salvador.
¡Cuán fácil hubiera sido sofocar esa urgente presión de cantar ese corito, sobre todo teniendo en cuenta que cantar es cosa muy difícil para mí! Pero gracias a Dios porque me animé y fui obediente hasta ese punto.