Los hermanos de José llevaban a pastar los rebaños de vacas, ovejas y cabras del padre. José lo ayudaba en casa.
Un día, Jacob le dijo:
—Ve donde tus hermanos y comprueba que no haya problemas con los animales.
Y así lo hizo.
Cuando los hermanos vieron venir a José, algunos decidieron que lo matarían.
Rubén, el hermano mayor, se opuso a este plan, pues sentía compasión por su hermano menor.
—No derraméis su sangre —les rogó—. Asesinar al propio hermano es uno de los crímenes más graves.
Rubén les señaló un pozo seco que había cerca.
—Arrojadle al pozo, es un castigo suficiente por su arrogancia.
En secreto, Rubén pretendía rescatarlo más tarde del pozo y volver a llevarlo con su padre.
Cuando José llegó donde se encontraban sus hermanos, estos le desgarraron los costosos ropajes y lo arrojaron al pozo. Rubén regresó a cuidar los rebaños, mientras los demás se sentaron a comer.
En eso pasó por allí una caravana de mercaderes con los camellos bien cargados. Se dirigían a Egipto para vender especias, incienso y alfombras.
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Judá les dijo a sus hermanos:
—Es mejor que vendamos a José a estos mercaderes como esclavo que dejar que se muera de hambre en el pozo. De ese modo nadie podrá responsabilizarnos de su muerte, y además obtendremos dinero a cambio. José tiene diecisiete años y es fuerte. Será un buen esclavo.
A los demás hermanos les pareció buena idea. Sacaron a José del pozo y lo vendieron por veinte monedas de plata a aquellos comerciantes.
Cuando Rubén regresó a rescatar a José, vio que el pozo estaba vacío.
—¿Dónde está José? —gritó a sus hermanos.
—No te pongas así —refunfuñó Judá—. Lo hemos vendido como esclavo. Si aprende a trabajar bien, no le irá mal en Egipto.
Rubén muy preocupado murmuró:
—Y ahora, ¿cómo se lo diremos a nuestro padre?
Los demás hermanos mataron una cabra, desgarraron la túnica de José y la mancharon con la sangre del animal.
Llevaron la túnica ensangrentada a Jacob y Judá le preguntó:
—¿No es esta la túnica de José? La encontramos de camino a casa.
Jacob sólo pudo cubrirse la cara con ambas manos.
—¡José! —gritó con desesperación—. Un animal feroz ha debido de atacarlo y…
No dijo más, pero emitía callados sollozos que lo hacían temblar. Sus hijos Leví y Simeón intentaron consolarlo, pero él los rechazó. Rubén se mantuvo aparte. Se mordía los dientes, apretaba los puños y se avergonzaba profundamente.