La hambruna también asoló al país de Canaán, donde vivían el padre y los hermanos de José con sus familias. Cuando Jacob se enteró de que en Egipto se vendían cereales, les dijo a sus hijos: —Id a tierras egipcias y comprad trigo para que podamos sobrevivir.
Diez de los hermanos ensillaron sus camellos y mulas, y se hicieron al camino. Benjamín, el menor, permaneció en casa, tal como deseaba Jacob.
Una vez en Egipto, los hermanos se dirigieron a la autoridad superior que supervisaba la repartición y venta del trigo.
El funcionario responsable no era otro que José, que vestía nobles ropas egipcias y se adornaba con costosas joyas.
Sus hermanos no lo reconocieron. Se inclinaron ante él y le pidieron autorización para comprar trigo.
José, en cambio, los reconoció de inmediato, pero disimuló. —¿De dónde venís? —preguntó con severidad.
Rubén, el hermano mayor, contestó:
—Venimos de Canaán. El hambre asola todo el país. Ayúdanos, gran señor, en nuestra necesidad.
—No os creo —dijo José—. Sois espías enemigos que exploráis Egipto. Cuando hayáis visto suficiente, iréis donde vuestro rey y le diréis cuáles son nuestros puntos débiles, dónde nos puede atacar para destruirnos. Pero yo os llevaré a juicio y os condenaré.
Los hermanos se arrojaron al suelo y le juraron que no eran espías. —Somos doce hermanos —dijo Rubén—. El menor se ha quedado haciendo compañía a nuestro padre y otro desapareció.
—Ya veremos si decís la verdad —exclamó José—. Me quedaré con uno de vosotros como rehén. Los demás me compraréis el trigo y os lo llevaréis a Canaán. Si regresáis con vuestro hermano menor, os creeré y pondré en libertad al prisionero.
—Este es el castigo que merecemos por haber vendido a José —susurró Simeón a sus hermanos.
José lo escuchó. Y le costó un enorme esfuerzo reprimir su compasión. Pero estaba dispuesto a poner a sus hermanos a prueba para constatar que con los años se habían covertido en mejores personas.
De modo que mandó encarcelar a Simeón. Luego ordenó que se cargaran los camellos y las mulas de sus hermanos con sacos repletos de trigo.
Aliviados y tristes al mismo tiempo, los nueve hermanos regresaron a Canaán.
Pero cuán grande no fue su sorpresa cuando llegaron a casa y abrieron los sacos. ¡En ellos encontraron, junto con el trigo que habían comprado, el dinero que habían pagado por él!
—No pasaremos hambre en los próximos tiempos —dijo Jacob, el padre—, pero no siento regocijo alguno. Simeón se encuentra en la cárcel y no deseo enviar a Benjamín a un viaje tan peligroso. Es el más joven y me recuerda mucho al pobre José. No quiero perderle a él también.