¿La ves? Está ahí, en el horizonte, a la par del sol de la mañana. Es una oportunidad y una elección. La oportunidad de hacer que este sea un gran día. Después de todo: “Este es el día que el Señor ha hecho; regocijémonos y alegrémonos en él”.
Pero ¿y esos días de embotellamientos, aeropuertos cerrados y amigos que se olvidan?
Tampoco hay que olvidar todas las largas filas que nos toca hacer. Las fechas límite que nos toca cumplir. Los cabellos que se convierten en canas y los que se caen para no volver a salir. Las palabras groseras y los piropos inapropiados.
Las metas de rendimiento y productividad que parecen sacadas de un cuento de hadas. Las aerolíneas que pierden nuestro equipaje. Las arrugas que no se pueden disimular.
¿Y qué decir de aquellos días con sombras dobles? ¿Los días cuando alguna crisis consume entre llamas la esperanza como si fuera el zeppelín Hindenberg?
Todos los días que no puedes salir de tu lecho de enfermo o tu silla de ruedas. Todos los días que te despiertas y acuestas en la misma celda o zona de guerra.
Cuando la tierra del cementerio todavía no se ha asentado, cuando tienes la notificación de despido en tu bolsillo, cuando el otro lado de la cama sigue vacío... ¿quién tiene un buen día en esos días?