
La Manía de Estar Atareados
Es imposible vivir en el mundo de hoy sin estar ocupados. Todos tenemos horarios que cumplir, problemas que resolver, gente con la cual relacionarnos en forma permanente. De modo que, cuando me refiero a la manía de estar siempre atareados, no estoy hablando de eludir las responsabilidades en el trabajo o en la casa.
Si andamos en el Espíritu, hemos aprendido a cumplir las funciones inherentes a nuestro trabajo y a la familia, al tiempo que establecemos comunión con nuestro Padre celestial. No podemos separar lo espiritual de lo secular porque Dios mora en nuestra vida; Él está en el centro de todo lo que hacemos y decimos. No obstante, es fácil, en medio de todas las voces clamorosas de nuestra sociedad, pasar por alto la voz apacible y delicada de Dios. Hemos de tener cuidado de mantenernos sensibles a su presencia.
Podemos llegar al final de un día febril habiendo caminado con Él, vivido en su presencia y sentir perfecta paz. Sin embargo, en aquellos días cuando Dios parece haberse ocultado en algún rincón remoto, nos sentimos fatigados y abatidos. Aprender a escuchar a Dios en medio de una gran confusión es un maravilloso fortificante y relajante.
Solía trabajar en una sección de una fábrica de textiles que se encontraba cerca de una blanqueadora al vapor, cuya temperatura era casi siempre superior a los cuarenta grados centígrados. No aguantaba más de veinte minutos, sin empaparme por completo. Además, por todas partes se oían las ensordecedoras convulsiones de la maquinaria. Al cabo de una semana me di cuenta de que era un sonido dulce, porque ahogaba todo lo que no fuera la voz de Dios. Podía permanecer ocho horas diarias allí, hablando en voz alta con El.
Por supuesto que podría haber dejado que ese constante retumbar silenciara totalmente a Dios, pero no lo hice. El estar ocupados puede servir de excusa o de impedimento para escucharlo, pero no es preciso que sea así, si aprendemos a estar en su compañía.