EN ORIENTE HAY UNA VIEJA SUPERSTICIÓN que anima a los padres a predecir el futuro de sus hijos. La sabiduría popular sugiere cuando el niño da los primeros pasos, los padres deben colocar una botella de vino, un poco de dinero y una Biblia sobre una mesa a su alcance.
Si el pequeño camina hacia la mesa y toma la Biblia, tendrá una vocación espiritual, posiblemente el sacerdocio; si toma la botella de vino, su destino será el hedonismo; si toma el dinero, es probable que llegue a ser un hombre de negocios o un empresario.
Se cuenta la historia de un padre novato que, animado por la idea de conocer el futuro de su hijo, lo puso a prueba. Colocó los tres objetos cuidadosamente sobre una mesa baja y observó ansioso para ver qué haría su pequeño con ellos.
El niño, en efecto, se acercó a la mesa, observó todo, estiró su mano lentamente y tomó la Biblia. Luego se detuvo y tomó también el dinero, y lo colocó dentro de la Biblia. Por último, se puso la Biblia bajo el brazo, tomó la botella de vino con la otra mano, y se retiró con gran esfuerzo para no perder el equilibrio.
El abuelo del pequeño, parado a un lado, observaba toda la escena. Cuando vio la frustración dibujarse en el rostro de su hijo, dijo: «Son malas noticias, será un político». La historia nos causa gracia porque tendemos a ser muy escépticos con respecto a los hombres y las mujeres que se mueven en el mundo de la política.
Imaginamos los juegos de poder que desarrollan, cómo moralizan a veces sobre los defectos ajenos cuando no están ellos mismos envueltos en relaciones hipócritas… y siempre, por supuesto, con la idea de obtener un crédito económico.
En realidad no somos justos con los políticos, porque con demasiada frecuencia los así llamados hombres espirituales, tanto como los de negocios, han probado las mismas estratagemas y conseguido engañar a las masas de modo similar.
La búsqueda del éxito
Todos deseamos tener éxito en lo que hacemos, y si de paso logramos algún beneficio adicional, mejor. Por otra parte, bastará dar una mirada a las secciones de las librerías que promueven recursos sobre la motivación y la elección de una carrera para encontrar todos los consejos que pudiéramos desear sobre cómo descubrir el propósito específico para el que fuimos llamados.
Parecería que todos deseamos ser el número uno, como si esa fuera la única manera de medir nuestro éxito (o falta de él). Y toso este parece ser el tema más discutido en la actualidad.
Recuerdo unas palabras graciosas atribuidas a cierto presidente de una universidad: «Lo que necesitamos es una universidad que pueda estar orgullosa de su equipo de fútbol». Pues bien, distinguirse en los deportes es un logro extraordinario solo reservado para los mejores.
Un deportista profesional o un futbolista tienen una habilidad propia digna de admiración. No obstante, cometeríamos un grave error si tomáramos las pautas de las competencias deportivas y aplicáramos los criterios que rigen el exito en este campo a la forma en que medimos el éxito en otros ámbitos de la vida.
¿Recuerdan las palabras de aquel legendario técnico de fútbol que decía: «no hay lugar para el segundo puesto»? «Hay un solo lugar en mi juego —dijo—, el primero. Hay una segunda categoría, pero es un campeonato para los fracasados, los que nunca ganan nada.
El celo de Estados Unidos ha sido siempre ser los mejores en todo lo que hagamos, y ganar, ganar y ganar»1. Aunque parezca maravilloso, esta cita está cargada de verdades a medias, muy seductoras, presentadas para impartir algún tipo de receta que permita quedarse con el trofeo mayor.
Sin embargo, sería bueno que todos pudiéramos ser los mejores, pero esto no es ni posible ni realista. Alguien tiene que ocupar el segundo lugar… y el tercero y el cuarto, y así sucesivamente. Ahora bien, esto no los convierte en fracasados. En un ejército no todos pueden ser generales. Por desdicha, el empeño por ser el primero a menudo es lo que a la larga destruye a la persona. Esto no alcanza para satisfacer lo que deseamos.
Es una historia que se repite una y otra vez. Hace un tiempo leí acerca de un lanzador de los Mets de Nueva York, el jugador de béisbol Dwight Gooden. Mientras escribo estas palabras, está cumpliendo una sentencia por violar su libertad condicional después de ser procesado por posesión de narcóticos. Gooden ganó el premio al mejor jugador nuevo en 1984 y el premio Cy Young en 1985. ¿Qué más podía desear un lanzador de la liga mayor en los primeros dos años de su carrera? No obstante, se había propuesto otra meta.
En 1986, los Mets ganaron la serie mundial en un espectacular partido cuando dieron vuelta al marcador contra los Red Sox. Gooden fue uno de los jugadores de ese equipo. Después de solo tres años en las ligas mayores, con ese campeonato coronaba una carrera meteórica. Ahora en prisión, Gooden recuerda aquel campeonato con un corazón quebrantado y sus sueños hechos añicos.
En vez de rememorar la sensación de éxtasis que lo embargaba por ser un «campeón mundial», lo que viene a su mente es que ese instante marcó el comienzo de su desventura con la cocaína. A partir de ese instante su carrera se malogró hasta esfumarse. Los triunfos y el estrellato no necesariamente conducen a la felicidad.
Ser el mejor en realidad significa saber qué es lo que Dios quiere para nuestra vida y servirle en ese lugar para dar lo mejor de uno. La meta entonces es descubrir los hilos que Dios tiene preparados para nosotros y seguir su plan para nuestra vida con excelencia.