Seguramente si el evangelio hablara de un amor de Dios que todo lo tolera, y de ángeles enviados a favorecernos, cuidarnos, protegernos, guiarnos y darnos toda clase de comodidades y licencias; no dudo que este evangelio tendría muchos seguidores.
“Predicamos a Cristo crucificado", dice Pablo, “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Corintios 1.23). Hay un solo evangelio, dice: (Si aún) nosotros o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema”. (Gálatas 1.9).
La cruz es el problema grande por el que muchos rechazan el evangelio. Por siglos, esa cruz ha sido un símbolo de tropiezo para el pueblo hebreo, y un símbolo de locura para las demás naciones de la tierra. La cruz es incomprensible para el hombre natural y para sus sistemas religiosos. Es piedra de tropiezo en el aula universitaria y en el humilde taller de zapatero remendón.
No importa si el hombre es budista o musulmán, ni si es mormón o testigo de Jehová, la cruz se le escapa de su sistema, no calza en su teología y se le convierte en locura. Pero nosotros, los que hemos sido confrontados con la verdad de Dios y hemos reconocido en Jesucristo al que es el camino, la verdad y la vida, nos gloriamos en la cruz.
Creemos en la realidad material de aquella rugosa y astillada cruz de madera que se insertó en la carne misma del Cristo que la cargó hasta el monte Calvario. Es la misma cruz que debemos tomar cada día, no precisamente como un adorno o amuleto, sino como una realidad que implica dolor, sacrificio y muerte.
La cruz tipifica algunas implicaciones del reino de Dios
La cruz son dos palos, uno profundamente vertical y el otro profundamente horizontal. Uno apunta hacia las insondables alturas “de los cielos de los cielos”. El otro, como brazos abiertos, apunta hacia todo el ancho del Universo que Dios creó.
El Evangelio del reino de Dios incluye, dentro de muchas cosas, una intensa, profunda, real y personal relación con Dios. Cristo dice que la vida eterna, no necesariamente consiste en vivir sin acabarse en algún lapso de tiempo, o vivir para siempre en el cielo. Lo cual seguramente son implicaciones de esa vida. Sino que la vida eterna es “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y al Hijo a quien Tú has enviado” (Juan 17.3).
Vida eterna es conocer a Dios. Es conocer experimentalmente a Dios. Es comunión con Dios. Es, en otras palabras: vivir con Dios, caminar con Dios, comer con Dios, trabajar con Dios. Vida eterna es saturación de Dios en nosotros. Vida eterna es la vida actual bajo el influjo y el compañerismo con Dios. Vida eterna es vivir con Jesucristo bajo la dirección y poder del Espíritu Santo. “Yo he venido – dijo Jesús – para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10.10).
Él afirmó que él es “la vida”. Por eso tener vida eterna es tener a Jesús, no como crucifijo figurativo de la fe que se cuelga en el cuello, sino como una persona real con la que podemos caminar la ruta diaria de nuestro peregrinaje en esta tierra.
Esto es lo que representa el palo vertical de la cruz: relación personal e íntima con Dios.
Por otro lado, ese hermoso evangelio no puede ser simplificado, como dice Jorge Himitian “a una simple compra de una póliza de seguro contra incendios en el infierno”. El Evangelio del Reino tiene implicaciones temporales de una magnitud asombrosa. Jesús dijo que el Reino de Dios es como la levadura que una mujer puso en la masa de su pan. La levadura se reprodujo y permeó toda la masa.
Donde hay un cristiano tiene que haber buena levadura, tiene que permear y fermentar toda su Jerusalén, luego tiene que hacerlo con su Judea, después pasarse a Samaria, y así hasta lo último de la tierra.
Así es el evangelio, no sólo toca el “aspecto espiritual”. Es que el hombre de Cristo no vive una dicotomía, por un lado el área espiritual y por otro lo demás. Si el “todo lo demás” no está incluido en lo espiritual es posible que nos hallemos predicando otro evangelio.
Tan espiritual debe ser para Dios un momento sublime de oración y derramamiento de la vida en su presencia, como espiritual debe ser el cristiano que en medio del ajetreo de la vida tiene que lidiar con las cosas que no le gustan, como manejar en una autopista atorada de vehículos, o tener que presentar un examen en la universidad.
Las implicaciones temporales del evangelio afectan toda la vida individual y toda la vida externa. Afectan a la Iglesia como tal, y afectan al mundo externo en que ministra y se mueve esa Iglesia. El evangelio no es solo la vida típica de la Iglesia: culto, cantos, predicación, reuniones, compañerismo. El evangelio, es como Jesús: caminar las calles diarias de la vida e ir “haciendo bienes”; es tocar vidas e ir dejando las “marcas de Cristo y su cruz” por donde quiera que vayamos.
¡Qué lucha continua tiene Dios con nosotros! Constantemente nos inclinamos hacia uno de los extremos. Dice el misionero Bill Prittchet: “Cuando uno no puede ver un extremo de la cuerda, lo más seguro es que está parado en el otro extremo”.
Que necesario es moverse en un punto de balance y libertad. Muchos cristianos, especialmente en el llamado Tercer mundo, hemos hecho de la Iglesia un arca de Noé. Ante la inminencia del peligro externo, todos corremos a refugiarnos en el arca, allí estamos muy cómodos, hay calor, hay comida, hay confort, hay protección; mientras que los que viven afuera experimentan: miedo, carencias, agonía, muerte y destrucción. La Iglesia no debe ser un arca de refugio; ella es un hospital para curar, ella es escuela para enseñar, ella es cuartel para entrenar. Pero el ministerio está afuera.
El ministerio que la iglesia hace adorando dentro de las paredes de su edificio, no es ministerio completo, si luego no sale a la calle a servir. La adoración que no produce servicio no es verdadera adoración. Por eso la iglesia tiene que ver la calle, la universidad, las escuelas, las fábricas, los barrios marginales, las zonas residenciales de los ricos, los prostíbulos, las casas de gobierno, los parques, los centros políticos, los clubes deportivos, los centros gremiales, las oficinas, etc., como los lugares donde ella deba servir.
La iglesia que se refugia del diluvio externo en su propia arca, debe oír la voz de Dios que le llama y dice: “Sal del arca…y vayan por la tierra y fructifiquen y multiplíquense sobre la tierra” (Génesis 8.16-17). Por lo pronto la Iglesia todavía está en el mundo. Esta es la relación horizontal del otro palo de la cruz.
Pero lamentablemente esos evangelios fáciles, cuya tónica son las ofertas utilitarias, crean una generación de creyentes sin espíritu de siervos. Estos son los que cuando oran, dicen: “Señor, Yo quiero, Yo deseo, Yo pienso, Yo siento, Yo opino, Yo pido…a Mi me gusta, a Mi me parece,… ¡Vamos, por favor!, ¿Quién es el que debe estar en control: Jesucristo o el creyente que ha endiosado su propio Yo?
Pareciera que han tergiversado la parábola, y en vez de que el Señor diga: “Amárrate el delantal y sírveme”, ellos se sientan en el trono, y quieren que Jesús siga siendo “siervo” de ellos. Sí, es verdad, Él un día dijo “El Hijo del hombre no vino, para ser servido, sino para servir” (Mateo 20.28). ¡Pero ya Él sirvió, y lo hizo con humildad, lo hizo bien, lo hizo con amor; y nos dejó el ejemplo para que hagamos lo mismo ahora. Hoy Él es el Rey, es el Señor, Él está sentado en el trono, ¡Ahora Él está para ser servido! Dice el Pastor Eduardo Elmasián: “El que no sirve, no sirve”. (Continúa parte 2).
Tomado del libro: El poder de su presencia.
Editorial: Betania