La lucha contra el temor y la ansiedad
La paz y la prosperidad que existían en la vida de Adán y Eva antes de la Caída no eran metas que ellos habían procurado para sí mismos y de alguna manera no habían logrado alcanzar.
La comodidad y la abundancia no eran su destino final: una búsqueda intencional de circunstancias y condiciones de vida. No, la fuente de su confiada certeza era solo Dios, Dios mismo.
Siempre que tuvieran comunión con Él podían esperar que las bendiciones de Dios descendieran a sus vidas.
Él era su justicia, Él era su inocencia, Él era su sentido de identidad, Él era su dignidad y honor. Él era su paz. Él era su prosperidad. Él era la razón por la que no sentían temor.
Entonces, a pesar de que hoy estamos confinados en una zona de tiempo muy diferente de aquella donde Adán y Eva tenían sus relojes programados, antes de que la Caída tocara la hora trece y lo arruinara todo, la respuesta ganadora al temor y la ansiedad sigue siendo unidimensional por completo.
Dios es Grande! Todo es Él y en Él
Es Él, no la resolución favorable de nuestros problemas. Es Él, no la eliminación de todos los posibles malos escenarios. Es Él, no un estilo de vida fácil, libre de tropiezos y adversidad. Es Él. Siempre ha sido y siempre será Él. Es por eso que Él optó por presentarse a Sí mismo en la Escritura como el «Dios de toda consolación» (2 Cor. 1:3). El que, en medio de todo nuestro sufrimiento, puede darnos algo muy superior a cualquier otra fuente de alivio.
Más que un informe alentador de un médico, más que una reunión positiva entre padres y maestros, más que la garantía completa del fabricante de nuestro auto. Aunque esos momentos de buenas noticias y pólizas de seguro pueden darle paz a nuestra mente por poco tiempo, al menos hasta que se presente el próximo desafío, Dios desea más bien darnos Su propio ser como nuestro eterno «Abba» Padre (Rom. 8:15), nuestra omnipresente ayuda y proveedor suficiente, nuestra única razón para no tener temor. Abba.
Es un término que en realidad no significa «Papito», como dice mucha gente. (Los judíos que vivían en aquel momento y lugar históricos no soñarían nunca con usar una manera tan informal para dirigirse al padre. Hubiera sido muy irrespetuoso). Porque a pesar de que «Abba» sí tiene la connotación de cierto nivel de intimidad familiar, más bien comunica la idea de que «mi papá le gana a tu papá», que a nuestro Padre nadie lo toma por sorpresa ni lo mueve nada que parezca demasiado grande para nosotros, sea lo que sea.
Por eso se le permite a la vida ser dura con nosotros, atemorizante y aterradora, incluso para Sus hijos. Porque en lugar de darnos una contraseña para escapar de todo posible dolor de cabeza o dolor emocional, en vez de ayudarnos a esquivar todos los campos de minas antipersonales que hay entre nuestras coordenadas actuales y los lugares a donde nos conducirá Su amor; el deseo de Dios es llevarnos a través de nuestros temores hasta el otro lado… con el propósito de mostrarnos que en realidad no teníamos nada que temer.
No, si Él está presente. No, si el Príncipe de Paz está a cargo. Lo creas o no, los temores y las ansiedades no tienen la última palabra angustiante cuando se trata de cómo afrontamos las presiones y los problemas de la vida. Pero eso no significa que Dios no pueda convertir esas voces febriles en algo totalmente redentor para nosotros.
Porque cuando miramos a través de Su sabiduría y Su poder las cosas que tienen la mayor capacidad de asustarnos y alarmarnos, las cosas que más nerviosos e inquietos nos dejan, entonces podemos comenzar a tender la tibia manta del evangelio alrededor de esas cosas específicas, los lugares de nuestro corazón que todavía añoran lo que Él ya hizo.
Podemos comenzar a hacer algo mejor con el temor que sentarnos muertos de miedo. Podemos comenzar a ver un cambio. Una encomienda sagrada
El temor, como la ira, no siempre es malo. Un temor saludable es lo que nos hace saltar del camino de un camión en movimiento. También es un temor saludable lo que generalmente nos mantiene en la acera en vez de estar en medio del tránsito.
La gente que no tiene esta clase de temor, o bien es psicótica o presume de un sentido de invencibilidad a prueba de balas que de seguro les quitará la vida un día de estos, si siguen viviendo como si tuvieran quince años. Entonces, es evidente que existe un temor legítimo, razonado, cosas que uno debe rechazar y evitar debidamente.
Pero también hay muchos temores ilegítimos, preocupaciones que no tienen asidero ni base para creer en ellas, excepto en los inquietos rincones de nuestra imaginación.
Nos referimos a los “¿qué pasa si…?” de la vida, aquellos que nos privan de todo gozo y estabilidad, los que incluso nos pueden paralizar en medio de un día lindo, tranquilo y soleado; y esto se manifiesta de tal manera que ni siquiera podemos disfrutar lo que sucede justo frente a nosotros, por el temor a lo que podría pasar.
Sin embargo, cada uno de esos temores, tanto los reales como los imaginarios, nos dan cierta información instructiva sobre nosotros mismos. Nos dicen qué es lo que más valoramos en la vida. Nos dicen dónde hemos centrado la mayor parte de nuestra atención.
Mejor de lo que podrían hacerlo cualesquiera de nuestros elocuentes argumentos y justificaciones, ellos nos muestran el lugar exacto de nuestras prioridades. Porque mientras mayor sea el valor que le asignemos a algunas cosas, más temor y ansiedad estarán orbitando de manera natural a su alrededor.
Una vez más, no estamos definiendo estos temas en general como buenos ni malos. Ese no es el objetivo. Por ejemplo, la mayoría de nosotros tiene una notable tendencia a preocuparse mucho por los hijos, por su salud, sus amistades, sus sentimientos y su futuro.
A veces, nuestros temores y ansiedades por ellos pueden llegar a convertirse casi en el tema exclusivo de nuestros pensamientos y nuestras conversaciones durante fines de semanas enteros.
¿Por qué crees tú que sus problemas alcanzan un nivel de tanta importancia a nuestros ojos? Porque valoramos mucho a nuestros hijos. Pero todo lo que existe a nuestro alrededor en la tierra, desde los electrodomésticos hasta nuestras posesiones, pasando por la gente y las relaciones, incluso los hijos que viven justo debajo de nuestro techo, todo ello se puede convertir en un ídolo que drena nuestra confianza en la suficiencia y soberanía de Dios.
Como resultado, nos quedamos con la vana sensación de que necesitamos restablecer el control de aquello que (a nuestro juicio) Dios no está manejando de una manera aceptable para nosotros o que no lo hace de una forma que nos haga sentir seguros.
Si comenzamos a desviarnos espiritualmente en esa dirección, procurando hacer Su trabajo de la mejor forma posible, nuestros temores serán cada vez más enfermizos, más centrados en nosotros mismos, más arraigados en el orgullo y la presunción. Terminaremos alejándonos cada vez más de la confianza y el contentamiento, que es donde nuestros corazones deben descansar según la invitación que recibimos de Su evangelio.