Cuando yo era muchacho, si alguien me hubiera preguntado lo que quería ser cuando fuera grande, probablemente habría respondido, con una tímida sonrisa, que «bombero» o «actor». Nunca me pasó por la mente convertirme en empresario con media docena de diversos negocios, mucho menos predicador y pastor de una iglesia de más de treinta mil miembros.
Aparecer en la cubierta de la revista Time y reunirme con presidentes, primeros ministros, actores premiados por la Academia y atletas profesionales célebres, también estaba completamente fuera de mi imaginación.
Mi padre, fundador de una empresa de conserjería grande y próspera, esperaba que yo me hiciera cargo de su compañía. Mi madre, empresaria por derecho propio, probablemente pensaba que llegaría a convertirme en cantante o dramaturgo. Ninguno de nosotros previó mi vocación de pastor de miles de personas en todo el mundo—desde África a Asia, de Nueva Inglaterra a Nueva Zelanda—ni la posibilidad de que publicara libros o participara en proyectos fílmicos para la gran pantalla.
Mi vida ha cambiado constantemente según he ido respondiendo a los acontecimientos, personas y oportunidades. He sido divinamente bendecido por mi Creador. También he hecho intentos deliberados de crecer, de ponerme en situación de recibir y de reconstruir mi vida para recibir aun más.
He fracasado y lo he intentado de nuevo, muchas veces, antes de avanzar significativamente hacia mis metas. Mis errores fueron también mis mejores lecciones. He adquirido experiencia y no permito que mis errores pasados me aten y me amordacen. He rechazado las fronteras impuestas por mi propia mente respecto a cuán lejos podía llegar y he encontrado las claves para vivir una vida sin límites.
Muchos de nosotros atribuimos el éxito o el fracaso al destino o a alguna fuerza externa. Creemos que tenemos que estar en el lugar preciso a la hora precisa para ser exitosos, algo muy semejante a ganarse la lotería. Pero el éxito es una consecuencia directa de nuestro anhelo de una vida más abundante y de empeñarnos arduamente en lograrla, como si vadeáramos a través de charcos de lodo hacia el mar prometedor.
Creo que somos llamados por Dios a ser los mejores mayordomos de todos los dones, talentos y oportunidades que se nos confían en esta vida. El resultado es una auténtica prosperidad y un éxito real.
Mi más profunda comprensión de la verdadera prosperidad se deriva de la obra filantrópica de cavar un pozo para proporcionarle agua a una aldea en Kenya. Mi equipo del ministerio y yo fuimos en viaje de misión a ver a las personas que habíamos decidido servir. Nos escapamos del laberinto de concreto de nuestra vida urbana y nos adentramos en el abismo económico de África Oriental.
Viajamos en helicóptero sobre el calcinado suelo de la ciudad de Nairobi hasta las tierras baldías del campo, fuera del alcance de la electricidad y las instalaciones sanitarias, donde incluso necesidades tan básicas como el agua potable eran un lujo. En un acto de aprecio y de celebración, una mujer de la localidad, que se había beneficiado del trabajo que acabábamos de realizar allí, nos invitó a su casa.
De piel color castaño oscuro, profundos ojos negros y cabello negro como ala de cuervo, esta mujer, a quien llamaré Jahi, desplegó el donaire majestuoso de una reina y la humilde hospitalidad de una amable anfitriona. Su rostro mostraba las huellas de haber vivido sin protegerse en un clima donde la intensa luz solar curte la piel. Su cuerpo compacto parecía bastante fuerte, probablemente de cargar leña durante varias millas hasta su casa. Conminado a determinar su edad, supuse que podía tener alrededor de sesenta años.
Me quedé sorprendido por el hecho de que esta mujer, que era más bien pequeña de estatura, había construido su casa con sus propias manos, y, pese a ser rudimentaria y humilde, parecía sentirse tan orgullosa de ella como yo lo estoy de mi casa que tiene muchas comodidades. Me invitó a pasar con un ademán como si entrara en una gran mansión—no importaba que ella no tuviera ni un timbre en la puerta y ni siquiera una puerta real, sólo un paño tejido como una colgadura que dejaba pasar la brisa.
Me contó cómo había construido la casa con ramas secas que recogía en los llanos de las inmediaciones y con estiércol de vaca, que usó como argamasa para rellenar los agujeros y junturas de las paredes. El estiércol de vaca le servía de cohesión a todas las casas de la aldea. Yo detecté un tenue olor a tierra, probablemente lo que quedaba del hedor del estiércol, ahora seco.
Las vacas son la fuente de materia prima para muchos de los artículos de primera necesidad de la gente que vive aquí. Me senté en su cama hecha del cuero de una vaca. Los pisos de tierra estaban perfectamente barridos y limpios, en los que podía verse la débil marca de la escoba; y me brindó una leche que se había fermentado y convertido en una especie de yogurt, que no identificaba como Danon.
Más que estos detalles, recuerdo su sensación de paz interior, cómo ella presumía de la capacidad proveedora de Dios. Sonreía vivazmente—mostrando unos dientes a los que, sin duda, jamás había tocado un dentista—mientras reconocía de cuánta prosperidad había disfrutado. ¿Habría estado escuchando la última grabación de Tony Robbins? ¿O poseía riquezas que ningún contador podía medir y que la tranquilizaban de una manera que yo ignoraba en absoluto?
Algunos se sorprenden de que me sentara cómodamente en una casa hecha de excremento de vaca y pusiera los pies en un piso de tierra. Muchos sólo me conocen por los rumores que han oído de mis éxitos. Ven mi vida como alguien que alcanza a ver las últimas escenas de una película, sin haber visto el comienzo.
La chocita de Jahi no difiere mucho de las casas de algunos de mis viejos parientes para quienes la esclavitud era un recuerdo fresco en las que barrían y rastrillaban sus patios del mismo modo que la mujer kenyana lo hacía con su piso.
Me acuerdo de entrar en sus casas pasando por encima de unas gradas desvencijadas debajo de las cuales se almacenaban conservas enlatadas. Recuerdo los huecos de las paredes rellenos de papel periódico que bloqueaban el paso del viento y hasta el de la luz del sol. Tampoco teníamos instalaciones sanitarias dentro. Íbamos hasta el arroyo en busca de agua y hasta una caseta exterior que hacía las funciones de baño. Conozco la humillante sensación de esa experiencia en carne propia.
Y no termina aquí. Sé también lo que significa que me embarguen el auto, que mis hijos tomen leche del WIC*, jugar a la gallinita ciega con mis chicos a través de la casa a oscuras cuando nos han cortado la electricidad por falta de pago. Sé lo que es recibir como una bendición lo que otra persona descarta y arreglármelas sin nada en absoluto.
Mi visita a Jahi, en un mundo donde una cabra es un lujo, me obligó a reflexionar sobre mi propia definición de éxito y prosperidad. Entendí más que nunca que la prosperidad es más que las baratijas que usamos como iconos de la realización y de la dignidad personal en nuestra cultura.
La prosperidad se edifica sobre el progreso, y el progreso se mide desde nuestro punto de partida. Muchas veces en nuestra cultura suponemos que todos competimos en pie de igualdad; pero eso simplemente no es cierto.
Al marcharnos de la casa de Jahi, en el preciso momento en que nuestro helicóptero ascendió en el aire, comenzó a caer una finísima lluvia. Palmear, bailar y sonreír fue la respuesta de la gente de la aldea que se quedaban en tierra. Nuestro piloto nos explicó que la lluvia era una señal de prosperidad y una gran bendición. Sonreía para mis adentros pensando cuán a menudo en mi mundo la lluvia es vista como una inconveniencia, algo que le impide a la gente viajar.
Con demasiada frecuencia el término prosperidad significa nada más que un estado evasivo de satisfacción temporal y de karma positivo. Ciertos extremistas de la comunidad religiosa enseñan que la fe es sólo un asunto de pesos y centavos y citan las Escrituras que prometen grandes riquezas. No ponen ningún énfasis en la importancia de un plan práctico, pragmático, de una fe combinada con la ética del trabajo, la educación y el poder económico.
Algunos entre nosotros manipulan la Escritura para amoldarla a sus propios objetivos y lograr ganancias personales. Otros enseñan la piedad y el ascetismo y promueven la idea de que la pobreza debe ostentarse como un blasón de superioridad, que de alguna manera es más admirable poder escasamente alimentar a tus hijos que el ser rico. Esto era y es aún la norma en algunas comunidades eclesiásticas.
Mi madre decía que ella había estudiado junto a una lámpara de queroseno, leyendo las tareas de clase al pie de una cama que compartía con cinco o seis niños, los cuales caminaban millas cada mañana para asistir a la escuela. Si uno escucha las anécdotas de sus contemporáneos, oiría que cada uno se empeña en superar al otro en contar lo pobre que eran.
Me crié en Virginia Occidental, el segundo estado más pobre de la nación. He subido a las lomas y he conocido a gente pobre que era tan arrogante como los vecinos de otros sitios que poseían un Lexus de último modelo. He predicado en iglesias donde no consideraban a los hombres que usaban corbatas, en tanto acogían cálidamente a los que vestían overoles. Y he predicado en congregaciones donde se hacía lo contrario. Sin embargo, la actitud verdaderamente sana se encuentra de alguna manera entre estos extremos.
El éxito significa buenas notas si eres un estudiante; es cerrar un trato si eres un alto ejecutivo; es la compra de una casa si eres una madre soltera que ahora paga alquiler. Podría ser un Mercedes estacionado frente a tu condominio o un borrico para ir hasta un mercado al aire libre.
Estados Unidos es una de las naciones más ricas del mundo y, no obstante, muchos de sus habitantes desdeñan a los ricos. Algunos hasta desdeñan a los pobres. Se consideran de clase media y se sienten con derecho a mirar con altanería tanto a quien suponen que es una madre que vive del Bienestar Social como a la dama que lleva un vestido de diseñador y que vive lujosamente. Ninguna de las dos actitudes es justificable.
Dios bendice a Su pueblo, a todos nosotros. La fe es la sustancia de cualquier cosa por la que esperamos. Lo importante es que enseñemos que la fe está conectada con las buenas obras y la responsabilidad. Por el contrario, cuando enseñamos que la fe es todo lo que necesitamos, estamos enseñando una creencia en la magia. ¿No es hora para ti de orientar tu esperanza hacia la realización de tus sueños en lugar de esperar que tus sueños se realicen solos? ¡Al examinar las diversas zonas de tu vida, si estás en disposición de reconstruirla, entonces ciertamente el cielo es el límite!