El corazón del evangelio
Charles H. Spurgeon (1834-1892)
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. —2 Corintios 5:21
El corazón del evangelio es la redención, y la esencia de la redención es el sacrificio sustitutivo de Cristo. Los que predican esta verdad predican el evangelio aunque en otros puntos estén equivocados; pero los que no predican la expiación, sin importar todo lo demás que declaren, han pasado por alto el alma y la sustancia del mensaje divino.
En estos días me siento obligado a presentar repetidamente las verdades elementales del evangelio. En tiempos de paz nos sentimos libres para incursionar en aspectos interesantes de la verdad que distan de tratar específicamente este tema, pero ahora tenemos que concentrarnos en esto y vigilar el fuego y los hogares de nuestra iglesia defendiendo los primeros principios de la fe.
En esta época han surgido, aun en la misma iglesia, hombres que hablan perversidades. Hay muchos que nos molestan con sus filosofías y sus interpretaciones novedosas, los que niegan las doctrinas que profesan enseñar y socavan la fe que se han comprometido a mantener.
Es bueno que nosotros, que estamos seguros de lo que creemos y no decimos palabras con significados secretos, nos plantemos y afirmemos nuestra posición, anunciando la Palabra de vida y declarando claramente las verdades fundamentales del evangelio de Jesucristo… No tengo ningún deseo de llegar a ser famoso por otra cosa que por la predicación del evangelio de antaño.
Hay muchos que pueden engañarlos, tocando música nueva. En cuanto a mí, me corresponde no tener otra música, en ningún momento, más que la que se escucha en el cielo: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre..., a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos” (Apoc. 1:5-6)…
Mis hermanos, he descubierto en mi larga experiencia que nada conmueve el corazón como lo conmueve la cruz de Cristo. Cuando el corazón se ha conmovido y ha sido herido por la espada de dos filos de la Ley, nada cura las heridas como el bálsamo que fluye del corazón traspasado de Jesús. La cruz es vida para el muerto espiritualmente…
Cuando vemos que los hombres se vivifican, convierten y santifican por la doctrina del sacrificio sustitutivo, podemos llegar con toda razón a la conclusión de que es la doctrina verdadera de la expiación. No he conocido a nadie que haya sido llevado a la nueva vida en Dios y en santidad excepto por la doctrina de la muerte de Cristo a favor del hombre.
Corazones de piedra que nunca antes latieron con vida se han convertido en carne por medio del Espíritu Santo, causándoles que conozcan esta verdad… La historia del gran Amante de las almas de los hombres que se dio a sí mismo para salvación de ellos sigue siendo, en las manos del Espíritu Santo, la fuerza más poderosa en la mente…
Primero, entonces, con la mayor brevedad posible, hablaré de esta gran doctrina.
La gran doctrina, la más grande de todas, es esta: Dios viendo a los hombres perdidos en razón de su pecado, ha tomado el pecado de ellos y se los ha cargado a su Hijo unigénito, haciendo que Aquel que no conocía pecado, fuera pecado por ellos.
Como consecuencia de esta transferencia del pecado, el que cree en Cristo Jesús es hecho justo y recto, sí, es hecho justicia de Dios en Cristo. Cristo fue hecho pecado a fin de que los pecadores pudieran ser justos. Esa es la doctrina de la sustitución de nuestro Señor Jesucristo a favor de los hombres culpables.
Consideremos, primero, quién fue hecho pecado por nosotros.
La descripción de nuestro gran Garante que aquí se presenta abarca solo un punto, y es más que suficiente para esta meditación. Nuestro sustituto era sin mancha, inocente y puro. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”.
Cristo Jesús, el Hijo de Dios, se encarnó --se hizo carne-- y anduvo entre los hombres; no obstante que fue hecho similar a la carne pecadora, no conoció pecado. Aunque cargó con el pecado, nunca fue culpable. No era, no podía ser pecador, no tenía conocimiento personal del pecado. A lo largo de toda su vida nunca cometió una ofensa contra la gran Ley de la verdad y del bien. La Ley moraba en su corazón. Era su naturaleza ser santo. Podía decirle a todo el mundo: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46).
Aun su juez vacilante preguntó: “¿Qué mal ha hecho?” (Mat. 27:23). Cuando toda Jerusalén fue retada a presentar algún testimonio contra él y fue sobornada para ello, no se encontraron quién lo hiciera. Fue necesario tergiversar sus palabras para que sus enemigos más acérrimos pudieran falsificar cargos contra él.
Su vida lo puso en contacto con las dos tablas de la Ley, pero no desobedeció ni siquiera un mandamiento. Así como los judíos examinaban al cordero pascual antes de sacrificarlo, también los escribas y fariseos, los doctores de la Ley y los principales y príncipes examinaron al Señor Jesús sin encontrar en él ninguna ofensa. Era el Cordero de Dios, sin defecto y sin mancha.
Así como no hubo pecado de comisión, tampoco hubo en nuestro Señor una falta de omisión.
Es probable, queridos hermanos, que nosotros que somos creyentes hayamos sido dotados por la gracia divina de modo que nos libramos de cometer la mayoría de los pecados de comisión; pero yo, por ejemplo, tengo que lamentar diariamente los pecados de omisión que cometo.
Aun teniendo gracias espirituales, no alcanzamos el nivel que se requiere de nosotros. Si hacemos aquello que en sí es bueno, por lo general manchamos nuestra obra… ya sea por nuestras motivaciones, por la manera de hacerla o por la autosatisfacción que sentimos por ella cuando la hemos acabado.
Por una razón u otra, no alcanzamos la gloria de Dios. Olvidamos hacer lo que debemos hacer, o, al hacerlo, somos culpables de tibieza, de confiar en nosotros mismos, de incredulidad o algún otro error grave. Pero no era así con nuestro divino Redentor. No podemos decir que haya habido en su perfecta hermosura algún rasgo deficiente.
Era perfecto en su corazón, sus propósitos, sus pensamientos, sus palabras, sus hechos, su espíritu… Ninguna perla ha caído del cordón de plata que es su carácter. Ninguna virtud en particular ha eclipsado ni empequeñecido a las demás: todas sus perfecciones se combinan en perfecta armonía para hacerlo una perfección incomparable.
Tampoco conoció nuestro Señor un pensamiento pecaminoso. Su mente nunca produjo un deseo o anhelo malo. Nunca hubo en el corazón de nuestro bendito Señor un deseo de placer indebido, ni un deseo de escaparse de ningún sufrimiento o vergüenza que incluía su servicio.
Cuando dijo: “Padre mío, si es posible, pasa de mí esta copa” no era que se quisiera librar del trago amargo a costa de la obra perfecta de su vida. Su “si es posible” significaba “si es consecuente con la obediencia total al Padre, y el cumplimiento de su propósito divino”. Vemos la debilidad de su naturaleza disminuyendo y la santidad de su naturaleza resolviendo y venciendo cuando agrega: “pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39).
Tomó sobre sí la semejanza de la carne pecadora, pero aunque su carne con frecuencia le causaba cansancio físico, nunca produjo en él la debilidad de pecar. Llevó sobre sí nuestras debilidades, pero nunca mostró una debilidad que tuviera ni siquiera la más mínima culpabilidad.
Nunca tuvieron esos ojos santos una mirada de maldad. Nunca salieron de sus labios palabras desatinadas.
Nunca anduvieron esos pasos en pos de una misión mala ni se movieron esas manos hacia un acto pecaminoso. Porque su corazón estaba lleno de santidad y amor en su interior al igual que en su exterior, nuestro Señor no tenía mancha alguna. Sus deseos eran tan perfectos como sus acciones.
Escrutado por los ojos de la Omnisciencia, nunca se encontró en él ni el más mínimo rastro de una falta.
Efectivamente, no hubo en nuestro Sustituto absolutamente ninguna tendencia hacia el mal en ninguna de sus formas. En nosotros, siempre está esa tendencia, porque tenemos la mancha del pecado original.
Tenemos que gobernarnos a nosotros mismos, y ejercer un estricto dominio propio, si no, nos precipitamos hacia la destrucción. Nuestra naturaleza carnal ansía el mal y necesita ser frenada. Feliz es el hombre que puede subyugarse a sí mismo. Pero en cuanto a nuestro Señor, era puro, correcto y cariñoso por su naturaleza. Cada aspecto de su dulce voluntad tendía a lo bueno. Su vida espontánea era santidad en sí: Era “Jesús, el niño santo”.
El príncipe de este mundo no encontró en él leña para la llama que deseaba encender. No solo no brotaba ningún pecado de él, sino que no había ningún pecado en él, ni inclinación ni tendencia en esa dirección. Observémoslo en secreto y lo encontramos orando. Miremos su alma, y lo encontramos ansioso por cumplir y sufrir la voluntad del Padre. ¡Ah, el carácter bendito de Cristo! ¡Aunque tuviera la lengua de hombres y de ángeles, no podría yo presentar dignamente su perfección absoluta! ¡Con toda razón puede estar el Padre complacido con él! ¡Muy bien merece que el cielo lo adore!
Amados, era absolutamente necesario que cualquiera apto para sufrir en nuestro lugar fuera sin mancha. El pecador merecedor del castigo por sus propias ofensas, ¿qué puede hacer más que cargar con la ira que merece por sus pecados? Nuestro Señor Jesucristo, como hombre, fue puesto bajo la Ley; pero nada le debía a esa Ley porque la cumplió a la perfección en todo sentido.
Era apto para tomar el lugar de otros porque no estaba bajo ninguna ley. Su compromiso era únicamente con Dios porque había tomado sobre sí voluntariamente el compromiso de ser el Garante y el sacrificio por aquellos que el Padre le dio. Él mismo era inocente, de otra manera no hubiera podido comprometerse con hombres culpables.
¡Ah, cuánto lo admiro! ¡Que siendo tal como era, sin mancha y tres veces santo, para quien ni los cielos eran puros, y que aun en sus ángeles notó necedad, no obstante se humilló al punto de ser hecho pecado por nosotros! ¿Cómo pudo aguantar ser contado entre los transgresores y cargar el pecado de muchos?
Quizá no sea sufrimiento para un pecador vivir entre pecadores, pero ¡qué gran dolor para el puro de corazón morar en compañía de disolutos y licenciosos! ¡Qué sufrimiento sin medida debe haber sido para el Cristo puro y perfecto morar entre los hipócritas, los egoístas y los blasfemos! ¡Cuánto peor que él mismo tuviera que cargar con los pecados de esos culpables! Su naturaleza sensible y delicada ha de haberse retraído aun de la sombra del pecado, y, sin embargo, leamos las siguientes palabras y quedemos pasmados de que: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”.
Nuestro Señor perfecto cargó nuestros propios pecados en su cuerpo en el madero. Él, ante quien el sol mismo es tenue y el azul puro del cielo es profano, fue hecho pecado. No necesito encontrar palabras más acertadas para expresarlo: El hecho mismo es tan grande que no necesita de ninguna magnificación del lenguaje humano. Dorar el oro refinado o pintar un lirio sería absurdo, pero mucho más absurdo sería tratar de adornar con palabras floridas las bellezas incomparables de la cruz.
Esto me lleva al segundo punto... ¿qué fue lo que se hizo con él, que no conoció pecado? Fue “hecho pecado”. Es una expresión maravillosa: entre más reflexionamos en ella, más nos maravillamos de su fuerza singular. Sólo el Espíritu Santo puede originar semejante lenguaje. Fue sabio que el Maestro divino usara expresiones muy fuertes, porque de otra manera el pensamiento humano no las hubiera captado.
Aun ahora, a pesar del énfasis, la claridad y la particularidad del lenguaje usado aquí y en otras partes de las Escrituras, hay hombres tan atrevidos que niegan esa sustitución que enseñan las Escrituras. Con mentes tan cerradas, es inútil argumentar. Resulta claro que tal lenguaje no tiene ningún significado para ellos. Leer el capítulo 53 de Isaías, aceptar que se relaciona con el Mesías, y luego negar su sacrificio sustituto es sencillamente maldad. Sería vano razonar con tales cosas.
Son tan ciegos que si fueran transportados al sol todavía no podrían ver. Dentro de la iglesia y fuera de la iglesia existe una animadversión mortal en relación con esta verdad. El pensamiento moderno se esfuerza por apartarse de aquello que es obviamente el significado del Espíritu Santo que el pecado fue quitado del pueblo y cargado al inocente.
Escrito está: “Más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:6). Este es el lenguaje más claro que se puede usar; pero si uno más claro se necesitase, es este: “Fue hecho pecado por nosotros”.
Dios el Señor cargó sobre Jesús, quien voluntariamente lo aceptó, todo el peso del pecado humano. En lugar de que cayera sobre el pecador, quien lo cometió, fue puesto sobre Cristo, quien no lo cometió.
Y la justicia que Jesús consiguió fue puesta a cuenta del culpable, quien no había trabajado por ella, de modo que el culpable fuera tratado como justo. Los que por naturaleza son culpables son considerados justos, mientras que el que por naturaleza no conocía pecado fue tratado como culpable. Creo que he leído en decenas de libros que la transferencia es imposible.
Pero esa afirmación no ha tenido ningún efecto sobre mi mente, no me importa si es imposible o no según eruditos incrédulos. Evidentemente es posible para Dios, porque así lo ha hecho. Pero dicen que es contrario a la razón. Eso tampoco me importa. Puede ser contrario al razonamiento de esos incrédulos, pero no es contrario al mío… Dios lo dice y lo creo. Y creyéndolo, encuentro en ello vida y consuelo.
¿Acaso no lo predicaré? Seguramente que lo haré… Cristo no era culpable y era imposible hacerlo culpable. Pero fue tratado como si fuera culpable porque tuvo la voluntad de tomar el lugar del culpable. Efectivamente, no solo fue tratado como un pecador, sino que fue tratado como si hubiera sido el pecado mismo en lo abstracto. ¡Esta es una afirmación asombrosa! El que no tenía pecado fue hecho pecado.
El pecado le pesó mucho a nuestro gran Sustituto. Sintió su peso en el Jardín del Getsemaní, donde era “su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Luc. 22:44). El peso completo lo agobió cuando fue clavado en el ignominioso madero. Allí en las horas de oscuridad cargó infinitamente más de lo que podemos expresar. Sabemos que cargó con la condenación de la boca del hombre, como está escrito: “Fue contado con los pecadores” (Isa. 53:12)… Fue un escarnio cruel que se desató sobre su Persona santa. Esto, vuelvo a decirlo: lo sabemos.
Sabemos que sufrió dolores innumerables en su cuerpo y su mente: tuvo sed, clamó en la agonía de haber sido desertado, sangró, murió. Sabemos que entregó su alma hasta la muerte y entregó el espíritu. Pero detrás y más allá de todo esto, había un abismo de sufrimiento sin fondo. La Liturgia Griega5 habla apropiadamente de sus “sufrimientos desconocidos”. Es probable que para nosotros sean sufrimientos imposibles de conocer.
Él era Dios y hombre. La Divinidad le otorgó un poder omnipotente a su humanidad, de modo que concentrado dentro de su alma y sobrellevado por ella, había tal angustia que nos es imposible concebir… “Fue hecho pecado”. Reflexionemos en estas palabras. Captemos su significado, si podemos. Los ángeles quieren hacerlo.
Miremos dentro de este terrible cristal. Dejemos que nuestra vista se adentre en este opal, en cuyas profundidades de sus piedras preciosas arden llamas de fuego.
El Señor hizo que el perfectamente Inocente fuera pecado por nosotros. ¡Eso significa más humillación, tiniebla, agonía y muerte de las que nos podemos imaginar! Produjo una especie de distracción y casi la destrucción al espíritu tierno y manso de nuestro Señor. No digo que nuestro Sustituto haya sufrido el infierno: eso sería injustificable. No digo que sufrió el castigo exacto del pecado ni un equivalente.
Pero sí digo que lo que sufrió fue para la justicia de Dios una vindicación de su Ley más clara y más eficaz de lo que hubiera sido por la condenación de los pecadores por quienes murió. La cruz es en muchos sentidos una revelación más plena de la ira de Dios contra el pecado humano que aun Tofet (Tofet – valle de Hinom, donde los judíos sacrificaban a sus hijos a Moloc.) y el “humo del tormento que sube por los siglos de los siglos” (Apoc. 14:11).
El que quiera conocer el aborrecimiento de Dios por el pecado tiene que ver al Unigénito con su cuerpo sangrando y su alma sangrando hasta la muerte. Tiene que, de hecho, enfocar cada palabra de mi texto y captar su significado más profundo: “Fue hecho pecado por nosotros”. ¡Ah la profundidad del terror, y sin embargo la altura del amor!... ¡Cuán aceptables para Dios han de ser aquellos a quienes Dios mismo hizo que fueran “justicia de Dios en él”! No puedo concebir nada más completo.
Así como Cristo fue hecho pecado aunque nunca pecó, así somos nosotros hechos justicia, aunque no podemos pretender haber sido justos por nuestros propios medios. Aunque somos pecadores, y nos vemos forzados a confesarlo con dolor, el Señor nos cubre tan completamente con la justicia de Cristo que lo único que se ve es su justicia; y somos hechos justicia de Dios en él.
Esto se aplica a todos los santos, a todos los que creen en su nombre. ¡Ah, el esplendor de esta doctrina! ¿Puedes verlo, mi amigo? Aunque seas pecador y por ello corrupto, deformado y vil, si aceptas al gran Sustituto que Dios te brinda en la Persona de su Hijo amado, tus pecados han sido apartados de ti y la justicia te ha sido dada. ¡Los pecados fueron cargados a Jesús, el chivo expiatorio! Ya no son tuyos, él te los ha quitado. Te digo que su justicia te ha sido imputada a ti, y aún más digo con el texto, fuiste “hecho justicia de Dios en él”.
Ninguna doctrina puede ser más dulce que esta para los que sienten el peso del pecado y la carga de su maldición.
Sermón predicado el domingo por la mañana, 18 de julio de 1886 en el Tabernáculo Metropolitano de Newington, reimpreso por Pilgrim Publications; disponible de Chapel Library en forma de folleto.