Puede usted recordar cuál fue el anuncio más importante que ha escuchado —hasta el momento en que alguien dijo algo que cambió su vida para siempre? La Biblia está llena de eventos transformadores de ese tipo, cuando personas de este mundo escucharon a Dios y entendieron que nada volvería a ser igual. Esos momentos y esos mensajes que se encuentran en las páginas de la Biblia siguen modelando nuestra vida en el presente.
Lucas 2.11)? ¿O el dado a las afligidas mujeres junto a la tumba de Jesús: “No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24.6)? Estos dos anuncios son la razón por la que celebramos la Navidad y la Pascua de Resurrección.
Pero hay otro día muy importante en el calendario cristiano —que muchas veces pasa desapercibido. Estoy hablando del día de Pentecostés, día en el que nació la iglesia de Jesucristo (Hechos 2.1-13).
Cuando los seguidores de Jesús estaban reunidos en un aposento alto después de su ascensión, el Espíritu Santo descendió para morar dentro de ellos, en cumplimiento de la promesa del Señor en Hechos 1.8: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos”.
Y eso fue exactamente lo que sucedió. Lleno del poder del Espíritu Santo, Pedro pronunció un sermón revolucionario acerca de lo que sucedió en Pentecostés —un acontecimiento que cambió al mundo de forma permanente (Hechos 2.14-36).
La revelación
Pentecostés era una fiesta de la cosecha para los judíos, y gente de diversas naciones había venido a Jerusalén para la celebración. Cuando esas personas escucharon a sencillos galileos hablar en sus idiomas, algunas se quedaron perplejas, pero otras se burlaron. Fue entonces que Pedro se levantó para decir que estaban siendo testigos del cumplimiento de una profecía en el libro de Joel, y para darles una interpretación concisa de Aquel que había derramado ese milagro (Hechos 2.33).
Pedro lo identificó como “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él” (Hechos 2.22). Los oyentes de Pedro no podían alegar ignorancia, porque estas señales habían sido hechas en medio de ellos.
Cada vez que el Señor sanaba a alguien, resucitaba muertos, o ejercía su poder milagroso, Dios confirmaba que Jesús era su Hijo. Sin embargo, a pesar de todas las evidencias, las personas no lo habían reconocido como su Mesías. De hecho, Pedro acusó a sus oyentes de haber matado al Salvador. Pero, al mismo tiempo, el apóstol afirmó que la muerte de Jesús era parte del plan de Dios para la redención de la humanidad.
En Hechos 2.23, Pedro identificó las tres partes que estuvieron involucradas en la crucifixión de Cristo.
En primer lugar, Jesús fue “entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios”. El papel de Cristo como el sacrificio expiatorio y suficiente por el pecado de la humanidad, había sido decidido antes de la creación (1 Pedro 1.20).
Gracias a su amor por la humanidad, el Padre dio voluntariamente a su Hijo, y el Hijo entregó voluntariamente su vida para rescatarnos de las consecuencias de nuestro pecado —la separación eterna de Dios. No obstante, aunque la crucifixión era parte del plan de redención de Dios, Pedro también atribuyó responsabilidad y culpa a sus oyentes por haber clavado a Jesús en una cruz (Hechos 2.23).
En este punto de su sermón, Pedro hace un anuncio sorprendente a sus oyentes —que, aunque ellos habían matado a Jesús, Dios lo resucitó (Hechos 2.24). El que antes fue un humilde nazareno, había sido exaltado ahora en el cielo como Señor y Cristo, y estaba sentado a la diestra de Dios (Hechos 2.36).
La verificación
Puesto que una afirmación tan audaz podía ser rechazada tildada de falsa, Pedro ofrece tres testigos para respaldar su declaración.
David (Hechos 2.25-31; Hechos 2.34, 35). El rey más respetado y amado de Israel fue también un profeta que escribió acerca de la promesa de Dios de que su descendiente gobernaría desde el trono por toda la eternidad. Viendo lo que estaba en el futuro, David habló de la resurrección del Mesías, diciendo que su cuerpo no vería corrupción, y que se sentaría a la diestra del Señor.
Los seguidores de Cristo (Hechos 2.32). Pedro y los otros discípulos también fueron testigos de la resurrección y ascensión de Jesús al cielo.
El Espíritu Santo (Hechos 2.33). El último testigo era Dios mismo en la persona del Espíritu Santo. Las lenguas extranjeras que escuchó el pueblo eran una manifestación del poder del Espíritu. Dios había autenticado al Mesías con señales y maravillas, y confirmado el mensaje de los apóstoles con la maravillosa señal de las lenguas.
El comienzo de algo nuevo
En ese día de Pentecostés, Dios visitó a la humanidad de una manera completamente diferente. En vez de estar físicamente presente con solo unos pocos, Cristo moraba ahora en cada uno de sus seguidores por medio del Espíritu Santo. Es por eso que Jesús dijo a los discípulos que les convenía que Él se fuera, porque solo así podría Él enviar al Espíritu (Juan 16.7).
El Espíritu Santo revolucionó la vida de cada creyente. Pedro, quien una vez había negado a Jesús, lo proclamaba ahora con valentía como Mesías y Señor. Y las personas que habían rechazado a Cristo estaban llenas de remordimiento por haber matado a Aquel que había venido a salvarles. Después que se arrepintieron y fueron bautizados, sus prioridades cambiaron. Se dedicaron a la enseñanza de los apóstoles, a la oración y la comunión fraternal. Algunos, incluso, vendían sus propiedades para ayudar a los necesitados de la congregación (Hechos 2.41-47). La transformación era notable, pero no se quedó allí.
Con el tiempo, la cultura fue afectada. Los cristianos se dieron cuenta de que la rígida jerarquía social que existía no tenía lugar en la iglesia. Esclavos y amos tenían el mismo valor, gentiles y judíos no eran ya enemigos, y las mujeres fueron reconocidas como coherederas con Cristo (Gálatas 3.28). A medida que el evangelio se extendía, el cristianismo sustituía la idolatría en algunas regiones, causando turbulencia económica a los artesanos de ídolos (Hechos 19.23-27).
Aunque Satanás trató de destruir la iglesia por medio de persecución, la sangre de los mártires solo hizo que la iglesia creciera. Poco a poco, el cristianismo afectó a todo el Imperio Romano e incluso cruzó el Océano Atlántico para moldear a la sociedad del Nuevo Mundo.
Hoy en día, los efectos del Pentecostés siguen aun reverberando en todo el mundo a medida que los cristianos ejercen su influencia no solamente sobre las personas, sino también sobre las culturas. Una vez que el Espíritu Santo viene a vivir dentro de nosotros, nuestro destino eterno es cambiado radicalmente, como todo lo demás en nuestra vida.
El Espíritu de Dios nos da la victoria sobre el pecado, guía para tomar decisiones, consuelo en las tribulaciones y poder para obedecer al Señor. Ahora, nuestra responsabilidad es hablar a otros de nuestro Salvador, quien destruyó las cadenas de la muerte y ofrece vida eterna a todos los que crean en Él.