Texto: Juan 5: 1-9
Para Jesús, adorar con su pueblo no era una obligación sino un placer. El placer de adorar con los suyos.
Puede ser que mientras Jesús caminaba alrededor del estanque de Betesda, alguien le señalara al hombre paralitico de esta historia como un caso crónico y digno de compasión, puesto que su enfermedad hacía muy poco probable, y aun imposible, que alguna vez llegara a ser el primero en entrar al estanque después que se hubieran agitado las aguas.
No tenía nadie que lo ayudara a entrar, y Jesús siempre fue el amigo de los que no tenían amigos, y aquel que ayuda a quien carece de ayuda terrena.
El nombre del estanque era Betesda, que significa:” Casa de misericordia”
La palabra que significa estanque es Kolumbehron, que viene del verbo
kolumban, que significa “zambullirse”
La verdadera casa de “misericordia” es el señor Jesús. Y es para el primero y el ultimo que “zambulla” en el conocimiento y disfrute de su misericordia”
En esta historia podemos ver con toda claridad bajo qué condiciones operaba el poder de Jesús. Debemos notar que Jesús habla con imperativos. Daba sus órdenes, sus mandamientos a los hombres, y en la medida que éstos trataran de obedecerlos recibían ese poder.
(1) Jesús comenzó por preguntar al hombre si quería curarse. No es una pregunta tan tonta como puede parecer. El hombre había esperado durante treinta y ocho años y bien podría haber perdido las esperanzas, dejando en su lugar una pasiva y triste desesperación.
Podría haber sucedido que en lo más íntimo de su corazón se sintiera satisfecho de seguir siendo un inválido porque, si se curaba, tendría que enfrentarse con todo el peso de ganarse la vida y asumir una vez más todas sus responsabilidades. Hay inválidos para quienes su enfermedad no es del todo desagradable, puesto que algún otro hace todo el trabajo y asume todas las responsabilidades.
Pero la respuesta de este hombre fue inmediata. Quería curarse, auque no veía cómo podría curarse alguna vez, puesto que no había nadie que lo ayudara.
Lo primero que se necesita para recibir el poder de Jesús es un deseo intenso de ese poder.
Jesús viene a nosotros y nos dice: “¿Realmente quieres cambiar?” si en lo más recóndito de nuestro corazón estamos contentos con ser como somos, no puede haber ningún cambio.
El seseo de las cosas superiores debe inflamar nuestros corazones.
(2) Jesús, pues, le dijo al hombre que se levantara. Es como si le hubiera dicho: “¡Hombre doblega tu voluntad! ¡Haz un esfuerzo supremo y tú y yo lo lograremos juntos!”
El poder de Dios nunca prescinde del esfuerzo del hombre. Ningún hombre puede apoltronar, relajarse, y esperar que suceda un milagro. No hay nada más cierto que el hacho de que debemos tomar conciencia de nuestro desamparo; pero en un sentido muy real, también es cierto que el milagro sucede cuando nuestra voluntad y el poder de Dios cooperan para hacerlo posible.
(3) De hecho, Jesús estaba ordenado al hombre que intentara lo imposible. “¡Levántate!” le dijo. El hombre podría haber dicho, con resentimiento y dolor, que eso era exactamente lo que podía hacer. Su cama debe haber sido una simple estructura semejante a una camilla.
Y Jesús le dijo que lo levantara y se lo llevara. El hombre podría haber dicho que durante treinta y ocho años la cama lo había estado llevando a él y que no tenía mucho sentido decirle a él que llevara la cama. Pero una vez más, el hombre hizo el esfuerzo a la par de Cristo ---y sucedió el milagro
(4) Aquí tenemos el camino para lograr lo que nos proponemos. Hay tantas cosas en este mundo que nos vencen, nos derrotan y se apoderan de nosotros…
Cuando la intensidad del deseo está en nosotros, cuando nos proponemos hacer el esfuerzo, aunque pueda parecer sin esperanzas, entonces el poder de Cristo tiene su oportunidad, y con Cristo conquistamos aquello que durante tanto tiempo nos ha conquistado a nosotros.