La Lucha Contra El Temor
Puede ganar la batalla y vivir victorioso
Aarón Swavely estaba en un torneo de béisbol cuando recibió las noticias. Un espléndido día de abril, el disfrute sencillo del béisbol, y de pronto la más negra de las pesadillas que pudiera imaginarse.
Aarón se enteró de que su pequeña familia estaba distribuida en tres hospitales. Habían rescatado a su amada esposa, su hijo de nueve años y su hija de siete de un choque de frente. Parado en el campo de juego dentro de la cancha de béisbol, se sentía incapaz de moverse o hacer nada más que pensar que esa mañana al despedirse de su esposa no le había dado un beso.
Un pensamiento y un clamor comenzaron a tomar forma en su interior; el pensamiento de que podía perder a su familia entera; y el clamor hacia Dios para que hiciera desaparecer los últimos terribles cinco minutos.
Diana Teters estaba dormida, soñaba con los nietos.
Su hija, que estaba a punto de tener un bebé en los próximos días, la visitaba por el fin de semana con sus otros hijos. Un fuerte golpe en la cabeza la despertó abruptamente, entonces se escuchó a su hija que pedía ayuda: “¡Estoy perdiendo sangre y no puedo salir de mi cama!”
Sin embargo, una voz extraña le advirtió a Diana que no se moviera, que en un minuto iba a poder ir a ver a su hija. Pero ese minuto se transformó en seis horas. El intruso, el hombre que había despertado a Diana con un golpe en la cabeza, la forzó a vendar los ojos a su esposo.
Dos de sus pequeñas nietas, de cinco y tres años y medio, se quedaron inmóviles en el cuarto. Se encogieron contra la pared sin saber qué ocurría. Le vendaron los ojos a Diana. Su hijo llegó a la casa, pero el intruso lo interceptó a punta de revolver.
En tanto Diana, lo único que podía pensar era en su hija embarazada, indefensa y sangrando. Y sintió mucho temor. Todo lo que supo hacer fue orar silenciosamente y en forma repetida. “Mantenlo en calma, Señor, que el hombre se mantenga calmo para que no nos dañe más…”.
Ivory Wilderman supo la verdad cuando vio los ojos de su doctor y escuchó su saludo solemne: “¿Vino sola?” El mensaje de su rostro decía “biopsia para Ivory”. Minutos después, fue confirmado: los doctores habían encontrado cáncer de mamas.
Tan solo unos minutos antes, la vida de Ivory nunca había sido más prometedora. A los cuarenta y seis años sentía que las mejores cosas la esperaban. Había un nuevo trabajo, un nuevo departamento, un nuevo auto y –lo mejor de todo– una nueva relación que podía llevarla al matrimonio.
La vida era buena; Dios la bendecía. “Quería apretar el botón de ‘pausa’ y simplemente disfrutar del momento en que estaba”, dice hoy, cuando mira hacia atrás. Pero la vida no tiene botón para hacer pausa. Repentinamente el mundo de Ivory comenzó a adelantarse rápidamente fuera de control. Los especialistas no le dieron más que veinte por ciento de posibilidades de sobrevivir.
Por primera vez comenzó a preguntarse cómo sería la experiencia de la muerte. Mientras permanecía despierta por la noche, sintió como si el miedo la sofocara. “Parecía que me habían aplicado una bolsa de plástico alrededor de la cabeza”, explica.
“No había nada que hacer –dice–, solamente clamar al nombre de Jesús.”
EL ENEMIGO MÁXIMO
No hay sensación que se parezca al helado apretón del miedo. Y viene de muchas maneras diferentes.
He estado en ese lugar; tal como usted. Recién incluí tres ejemplos de historias de amigos de nuestro ministerio. Fueron tan amables al escribirnos y contarnos sus puntos de crisis (y no se preocupen; si tienen la suficiente paciencia de terminar el capítulo, les contaré cómo cada uno de ellos salió adelante).
Las cartas llegaron luego de que prediqué una serie sobre el libro A Bend in the Road (Una curva en el camino), inspirado en mi propia lucha contra el cáncer. Nuestras oficinas de Turning Point fueron inundadas con increíbles relatos de momentos cruciales y horas de definición.
Esperábamos recibir tal vez de ochenta personas de nuestra audiencia, y creo que en total fueron ochocientas. Y una tras otras las cartas hablaban del más mortal de todos los enemigos: el temor.
Eso es lo más terrible de las curvas del camino, ¿no es así? Es el lugar desde donde no podemos ver lo que acecha a la vuelta de la esquina. Ann Landers, la periodista de la columna de Consejería en cierto momento recibía diez mil cartas al mes de personas con todo tipo de problemas.
Alguien le preguntó si había un común denominador entre todos los que enviaban correspondencia. Ella dijo que el tema dominante de todas las cartas que leía era el temor, temor a todo lo imaginable, hasta que el problema se transformaba, para los incontables lectores, en temor a la vida misma.
Aunque el temor es simplemente una parte de la trama de la vida, Dios nos ha equipado así para que seamos lo suficientemente sabios para protegernos de lo inesperado.
El temor nos provee de repentinos estallidos de fuerza y velocidad, justo cuando son necesarios. Es un instinto básico de supervivencia, una cosa buena, mientras se mantenga dentro de lo racional. Pero también existe un tipo de temor conocido como fobia.
Una fobia es lo que resulta cuando el temor y la razón no están en contacto. Una mujer llamada Marjorie Goff, por ejemplo, cerró la puerta de su departamento en 1949. Luego, durante los siguientes treinta años, solamente salió tres veces: una para ser operada, otra para visitar a su familia y otra vez para comprar helado para una amiga agonizante.
Marjorie sufría de agorafobia, temor a los lugares abiertos, y lo más terrible que podía imaginarse era algo que a usted y a mí nos traería placer: una caminata al aire libre.
También leí sobre un joven camionero que atraviesa a diario la ruta del puente de la Bahía Chesapeake. De pronto le vino un pensamiento a la mente de que simplemente podría sentirse impulsado a detener el camión, bajarse y saltar desde el puente para morir.
No existía ninguna razón racional para sostener esa creencia, pero ese temor lo atrapó completamente. Finalmente le pidió a su esposa que lo esposara al volante para poder estar completamente seguro de que su temor más profundo no se fuera a hacer realidad.
Exactamente eso es lo que hace el temor cuando edifica su poder sobre nosotros: encadena nuestras manos y nos impide hacer las cosas comunes de la vida, trabajar, jugar, vivir y servir a Dios. Nos entregamos a la esclavitud del terror.
Uno de cada diez de los que leerán este libro sufrirá de alguna fobia específica de algún tipo. Los otros nueve serán más parecidos a mí: no están controlados por ningún tipo irracional de temor pero, aún así luchan con el variado jardín del terror, esos horribles momentos cuando la vida parece arruinarse.
Cualquier pastor puede relatarle historias como las del comienzo de este capítulo. Nos sentamos en los hospitales junto a los miembros aterrorizados de una familia. Sostenemos las manos temblorosas de aquellos que enfrentan futuros inciertos.
Con frecuencia estamos presentes en las salas de espera cuando el doctor trae el mensaje que hace añicos las esperanzas, o cuando el teniente de la policía nos dice que no tienen la menor pista del niño que se ha fugado.
¿Y qué hay de la vida después del divorcio?, ¿de la muerte de un cónyuge?, ¿de la pérdida del medio de subsistencia?
He tenido mis propios momentos de temor abrumador. Me he puesto delante de enormes multitudes, con temor a hablar. Me he sentado en estadios de fútbol y observado a dos de mis hijos recibir terribles golpes cerca del cuello, y permanecer inmóviles sobre el césped durante minutos que parecían horas.
Me he sentado en el hospital con mi hija Jennifer luego de que sufriera un severo golpe en un partido. Dudo que existan temores más terribles que aquellos que tienen como protagonistas a los hijos. También he conocido el temor de mi propia muerte pendiente, cuando el doctor trajo las noticias de una seria enfermedad.
Se ha descripto al temor como un pequeño chorro de duda que fluye a través de la mente hasta que produce un canal tan grande, que todos sus pensamientos se escurren por allí. Los pequeños temores, casi imperceptibles, pueden crecer día a día hasta que nos encontramos paralizados e incapaces de funcionar.
¡Y existen tantas variedades! Craig Massey detalla seis categorías generales que la mayoría de nosotros enfrentamos: pobreza, crítica, pérdida del amor, enfermedad, vejez y muerte.