El Denuedo Apostólico Luego de Pentecostés | Prédicas Cristianas | James Smith
Uno de los efectos más pronunciados de Pentecostés fue traer a los discípulos a una relación más estrecha y vital con Jesús como el Señor resucitado de ellos. Mediante este ardiente bautismo del Espíritu Santo fueron todos ellos constituidos «un cuerpo», y, plantados juntos en la semejanza de su muerte, fueron también hechos en la semejanza de su resurrección (Ro. 6:5-6). Así que ahora le conocían en el poder de su resurrección y en la comunión de sus padecimientos.
Nadie podía entrar en el poder santificador del alma de Pentecostés. Los discípulos no podían tomar, ni se les pidió que tomaran, su posición que Dios les daba como testigos de Él, que era la Verdad y el Crucificado, hasta que todos fueron llenados con el Espíritu Santo. Y tampoco podemos nosotros vivir sin el mismo equipamiento.
I. Ellos sufrieron por Él. Los pusieron «en la cárcel pública» (v. 18).
Ellos sabían muy bien que era el amor de ellos para con Jesucristo y su semejanza con Él lo que atrajo esta persecución sobre ellos; fue «por su nombre». Si alguien quiere vivir piadosamente, tiene que sufrir. Las palabras del Maestro de ellos estaban ahora cumpliéndose en ellos (Lc. 21:12).
Los gobernantes estaban llenos de indignación y temor porque la doctrina de los apóstoles había llenado Jerusalén y, si era cierta, los ponía en evidencia a ellos como asesinos del Hijo de Dios (v. 28).
Aquellos que predican una doctrina como ésta, que convence de culpa y condenación en los corazones de las gentes farisaicas, sabrán también lo que es el sufrimiento.
II. Fueron alentados por Él. «Mas un ángel del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel y, sacándolos, dijo: Id, y puestos en pie en el templo, hablad al pueblo todas las palabras de esta vida» (vv. 21-25).
No fueron desobedientes a la visión celestial. Estos hombres, enseñados por el Espíritu, no sabían de nada por lo que valiera la pena vivir aparte de hacer la voluntad de Dios. El deseo de complacer a Jesús era la pasión dominante de sus almas.
Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y si somos fieles a Él, hablaremos y viviremos toda su voluntad revelada. Poner nuestros pensamientos en lugar de las «Palabras de esta vida» es negar al Señor, y venir a ser falsos testigos.
III. Eran temerarios por Él. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», etc. (vv. 29-32). Aunque acababan de escapar de la cárcel, no temían mirar a los enemigos de Cristo en la cara y decirles:
«El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra». El Espíritu de Dios había venido para «redargüir el mundo de pecado» por medio de las bocas y de las vidas de aquellos en cuyos corazones mora.
El poder del Espíritu Santo, llevando a la convicción de pecado, queda estorbado y frustrado por la crasa pusilanimidad de muchos de los embajadores de Cristo. El temor al hombre trae lazo, no solo al alma del predicador, sino también al Evangelio que él predica.
IV. Tuvieron gozo en Él. «Salieron de la presencia del sanedrín, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (vv. 41-42).
No levantaron las manos en piadoso horror ante el pensamiento de hacer nada que llegara afrenta a sus nombres si con ello Jesús recibía honra. Solamente los llenos con el Espíritu pueden complacerse en afrentas (2 Co. 12:10).
No nos avergonzamos de los mártires que a lo largo de las edades han sufrido como cristianos, pero bien podemos avergonzarnos de aquellos que se avergüenzan de sufrir por causa de su nombre (1 P. 4:13-16).