La temporalidad de lo terrenal y la permanencia de lo eterno contrastan radicalmente en un mundo que vive como si nunca hubiera un mañana.
“Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios! […] No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada” (Marcos 13:1-2).
Los discípulos quedaron asombrados por la magnificencia del templo de Jerusalén, una de las maravillas arquitectónicas de su tiempo. Construido con piedras inmensas y adornado con oro, simbolizaba no solo el centro religioso de Israel, sino también la identidad nacional y la seguridad del pueblo.
Sin embargo, Jesús les revela una verdad incómoda: todo eso será destruido. Cuarenta años después, en el año 70 d.C., el general romano Tito arrasó Jerusalén, cumpliendo esta profecía con espantosa precisión.
Este pasaje es un llamado urgente a no poner nuestra confianza en lo que parece permanente pero es pasajero. Hoy, al igual que entonces, muchos edifican su vida sobre cimientos frágiles: el éxito profesional, los bienes materiales, la estabilidad económica, e incluso las estructuras religiosas que, aunque buenas, no son eternas. Jesús no está condenando la admiración por la belleza o el progreso humano, sino advirtiendo sobre el peligro de depositar en ello nuestra seguridad última.
¿Dónde está nuestro tesoro?
Jesús enseñó: “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:21). El templo era un medio, no un fin; señalaba al verdadero encuentro con Dios, que ya no estaría limitado a un lugar físico (Juan 4:21-24). De la misma manera, nuestras posesiones, logros y hasta nuestras tradiciones espirituales deben ser solo escalones que nos acerquen a Cristo, no ídolos que nos alejen de Él.
Lección para hoy:
Vivimos en una cultura obsesionada con lo inmediato y lo visible. Las redes sociales nos muestran vidas “perfectas”, las economías prometen seguridad, y los gobiernos ofrecen soluciones temporales. Pero la historia y la Biblia nos recuerdan: “El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17). La pregunta no es si nuestras “piedras” caerán, sino en qué estamos construyendo (Mateo 7:24-27).