Hará cosa de 15 años, vivía en una aldea de las montañas del Jura, en Suiza, un hombre entregado al vicio de la bebida, batallador violento de carácter, que era la vergüenza de su familia y el terror de sus vecinos.
Más de una vez en el calor de una disputa, había herido con el puño y aún con un cuchillo, a su contrincante, y por estas fechorías había pasado largos meses dentro de la cárcel, sin que su genio se hubiese amansado en lo más mínimo.
Era conocido en toda la comarca como el bandido, y ese mote lo tenía bien merecido.
No lejos de su casa en una humilde vivienda de obreros, se venían celebrando hacía algún tiempo reuniones religiosas presididas por cristianos de los alrededores, y en las cuales ya se habían verificado algunas conversiones.
Una noche en el momento en que se iba a dar principio a la reunión, la hija de la casa, como impelida por una inspiración, exclamó de repente:
- ¡Si yo fuera a invitar al bandido!
- Y sin esperar la respuesta se echó a correr y llamó a la puerta.
- ¿Quién llama?
- Yo, N… Vengo a invitarle a asistir esta noche a nuestra reunión de evangelización.
¡Vaya una idea! Yo iba a acostarme; pero espera un instante que voy contigo.
Y en efecto algunos momentos después “el bandido” estaba sentado en la cocina contigua a la sala de reuniones, en cuya cocina solían ocultarse los tímidos Nicodemos.
Nada de particular ofreció la reunión aquella noche, ni en los himnos, ni en las exhortaciones; pero si un soplo del Espíritu Santo paso por las personas reunidas y penetró hasta el rincón de la cocina en el cual el pobre pecador endurecido estaba temblando ya y llorando, implorando la misericordia del Señor.
Aquella misma noche fue transformado en una nueva criatura.
Pasaron meses y años, y aquel a quien las gentes solían apellidar el bandido convertido, no seso en dar en medio de las pruebas de una vida difícil, Fiel testimonio al salvador que le había rescatado, hasta el día que fue llamado a la gloria eterna. El que estas líneas escribe, conversando un día
familiarmente con él, le preguntó:
- ¿Qué edad tiene usted?
- Tres años tengo
- ¡Vaya!, ¿tres años?
- Si tres años porque los años que han precedido a mi conversión no valen la pena ser tenidos en cuenta.
Mi vida empezó el día en que Dios me hizo pasar de la esclavitud de Satanás a la libertad de los hijos de Dios.