Cuando el doctor Cornelio viajaba por un desierto de occidente, se encontró con una partida de guerreros indios que venían de una de sus excursiones de sangre y fuego.
Uno de estos guerreros, de aspecto feroz, llevaba una niña de cinco años de edad a quien habían tomado cautiva.
– ¿Dónde están los padres de la niña? – preguntó el doctor Cornelio.
– Aquí están – replicó el salvaje guerrero, señalando con una mano el sangrante cuero cabelludo de un hombre y una mujer, mientras que blandía con la otra su cimitarra en toda la exaltación de su ira satisfecha.
Sin embargo, este mismo guerrero vino a ser, algún tiempo después, un discípulo de Jesucristo; un hombre humilde de piedad y de oración.
Su esposa vino a ser miembro de la misma iglesia que él, y sus oraciones unidas ascendían cada mañana y cada tarde de este hogar cristiano.
Sus hijas eran simpáticas humildes y devotas discípulas del redentor, educados bajo la influencia y las oraciones de un padre y una madre, para la sociedad de los ángeles y de los santos.