Vejez. Los judíos, como los orientales en general, tenían en alta estima la vejez (Pr 16.31). Exigían que se respetara a los ancianos (Lv 19.32) y la falta de respeto hacia ellos se consideraba como grave impiedad (Dt 28.50; Lm 5.12; Is 3.5).
Alcanzar una edad avanzada se conceptuaba como señal del favor divino (Gn 15.15; Éx 20.12).
En los tiempos bíblicos se creía que los ancianos tenían más sabiduría que los jóvenes debido a sus años de experiencia (1 R 12.6–8; Job 12.12; 32.7).
Por lo mismo se nombraba → ANCIANOS para dirigir el pueblo de Israel (Éx 12.21; Lv 9.1; 1 S 8.4; Ez 14.1; Lc 7.3) y para gobernar la iglesia cristiana (Hch 14.23; 20.17; 1 Ti 3.6).
El consejo principal en el Imperio Romano era el «senado» (término derivado de la raíz latina senex, que significa anciano).
Sin embargo, la Biblia no enseña una reverencia ciega ni indiscriminada hacia la vejez.
La ancianidad tiene gloria solo si se «halla en el camino de justicia» (Pr 16.31). El «predicador» reconoce que «mejor es el muchacho pobre y sabio que el rey viejo y necio» (Ec 4.13).
Pablo da consejos no solo a los jóvenes, sino también a los ancianos (Tit 2.2, 3) y advierte contra los «cuentos de viejas» (1 Ti 4.7 BJ).
Se reconocen las debilidades de la vejez (Ec 12.6–7). El salmista expresa la ansiedad del anciano (71.9, 18), pero Isaías asegura que Dios se preocupa por él (46.4).