En el centro mismo de la vida y la adoración de la comunidad cristiana primitiva estaba la celebración de la Cena del Señor. En los primeros días de la historia de la iglesia, la celebración de la Santa Comunión se conocía con otros nombres.
Por una parte, la iglesia primitiva solía reunirse y celebrar lo que ellos llamaban un “ágape” o “comida de amor”, en la que celebraban el amor de Dios y el amor que disfrutaban unos con otros como cristianos en esta santa cena.
El sacramento se llamó Cena del Señor porque hacía referencia a la última cena que Jesús tuvo con sus discípulos en el aposento alto la noche antes de su muerte. En la iglesia primitiva y posteriormente, la Cena del Señor se llamó la “Eucaristía”, cuya definición proviene del verbo griego eucharisto, que significa “agradecer”.
Por lo tanto, una faceta de la Cena del Señor ha sido la reunión del pueblo de Dios para expresar su gratitud por lo que Cristo ha alcanzado en su muerte para beneficio de ellos.
La Cena del Señor es un drama cuyas raíces no solo están en aquella experiencia del aposento alto, sino que se extienden hacia el pasado hasta la celebración veterotestamentaria de la Pascua.
De hecho, como recordarás, antes de instituir la Cena del Señor en el aposento alto, Jesús había dado instrucciones a sus discípulos para que aseguraran un cuarto con el fin de reunirse para esta ocasión porque él estaba llegando a su pasión.
Él sabía que su juicio, muerte, resurrección, y regreso al Padre eran inminentes, así que les dijo a sus discípulos: “Deseo profundamente celebrar la Pascua con ustedes por última vez”.
El contexto inmediato en el que Jesús instituyó la Cena del Señor fue la celebración de la fiesta de la Pascua con sus discípulos. El vínculo con la Pascua no solo se percibe en sus palabras a los discípulos sino también en el lenguaje similar que usa el apóstol Pablo cuando escribió a la iglesia de Corinto.
Él dijo: “Nuestra pascua, que es Cristo, ya ha sido sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). Está claro que la comunidad apostólica vio un vínculo entre la muerte de Cristo y la celebración de la Pascua en el Antiguo Testamento.
Para entender esto, debemos volvernos a las páginas del Antiguo Testamento, al contexto histórico de la institución de la Pascua. Debemos recordar la esclavización del pueblo de Israel en Egipto, bajo el dominio de un implacable faraón.
Recordemos que el pueblo sufría inmensamente, pero sus gemidos no quedaron sin ser oídos. Entendemos que Dios se apareció en el desierto madianita al envejecido Moisés, quien en ese entonces vivía en el exilio como fugitivo de las fuerzas del faraón.
Cuando Dios se le apareció a Moisés y le habló desde la zarza ardiente, le dijo: “No te acerques. Quítate el calzado de tus pies, porque el lugar donde ahora estás es tierra santa” (Éxodo 3:5).
En ese encuentro, Dios dirigió a Moisés para que fuera tanto al faraón como al pueblo judío para entregarles la Palabra de Dios. Recordemos que Moisés se sintió inadecuado para la tarea y se preguntaba cómo iba a ser capaz de comunicar la Palabra de Dios con alguna autoridad al faraón o al pueblo de Israel.
En esencia, Moisés dijo: “¿Por qué me iban a seguir? ¿Por qué tendrían que creerme?”. Y para parafrasearlo, Dios le respondió: “Mira, tú vas a ir. Les dices que yo he oído el clamor de mi pueblo, y le dices al faraón que yo digo: ‘Deja ir a mi pueblo para que pueda venir a adorarme en el monte que les mostraré’, y le dices al pueblo que empaque sus cosas y abandone al faraón y Egipto”.
Así que Dios capacitó a Moisés con la habilidad de realizar milagros con el fin de autenticar el origen de este increíble mensaje.
Desde ahí en adelante, lo que aconteció fue una lucha de voluntad y poder entre Dios por medio de Moisés, y los magos de la corte del faraón. En muy poco tiempo, los trucos de los magos se agotaron, y el poder de Dios se hizo manifiesto a través de Moisés de formas dramáticas.
Hubo diez plagas en total, pero es en las primeras nueve que vemos una escalada de drama y conflicto entre Moisés y el Faraón. Caía una plaga sobre los egipcios. Luego el faraón cedía y decía: “Bueno, váyanse; toma a tu pueblo y salgan”.
Pero en cuanto la frase salía de los labios del faraón, entraba Dios y endurecía el corazón del faraón. Esto era así para que al pueblo de Israel le quedara muy claro que su redención venía de la mano de Dios y no de la gracia del faraón.
Así que seguía una nueva disputa. Otra plaga caía sobre los egipcios, el faraón cedía, Dios endurecía el corazón del faraón y este mantenía al pueblo en cautividad.
Entonces vino otra disputa, luego otra, y después otra, hasta que finalmente, el faraón tenía prácticamente todo lo que podía recibir de Moisés, y dijo: “¡Aléjate de mí!
Asegúrate de que nunca más vea tu rostro, o morirás”. Y Moisés respondió diciendo: “Bien has dicho, porque nunca más veré tu rostro”.
Fue en este punto del drama donde Dios le anunció a Moisés la décima plaga que él traería sobre los egipcios. Esta plaga fue la peor de todas porque implicaba la destrucción de los primogénitos de todos los egipcios, incluido el primogénito del faraón.
Así que Dios le dijo a Moisés:
“Todavía voy a traer una plaga sobre el faraón y sobre Egipto. Después de eso, él los dejará ir de aquí, y esa expulsión será definitiva. Ve ahora y habla con el pueblo, para que todos, hombres y mujeres, les pidan a sus vecinos y vecinas alhajas de oro y plata”.
Y el Señor hizo que los egipcios vieran al pueblo con buenos ojos. Moisés también era tenido en alta estima en la tierra de Egipto, tanto a los ojos de los siervos del faraón como a los ojos del pueblo. Así que Moisés dijo:
«Así ha dicho el Señor: “A la medianoche pasaré a través de todo Egipto, y todos los primogénitos egipcios morirán, desde el primogénito del faraón, que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que trabaja en el molino, y también todas las primeras crías de los animales.
Habrá en todo Egipto un gran clamor, como no lo hubo antes, ni jamás lo habrá. Pero entre los hijos de Israel, ni un perro moverá su lengua contra ellos, ni contra sus animales, para que sepan que el Señor hace diferencia entre los egipcios y los israelitas.
Y todos estos siervos tuyos se humillarán ante mí, y con el rostro inclinado delante de mí dirán: ‘Vete de aquí, tú y todo el pueblo que te sigue’. Después de esto, yo saldré”».
Y Moisés salió muy enojado de la presencia del faraón. Entonces el Señor le dijo: “Para que mis maravillas se multipliquen en la tierra de Egipto, el faraón no les va a hacer caso” (Éxodo 11:1-9).
Luego, al comienzo del capítulo 12 de Éxodo, Dios llamó a Moisés e instituyó la celebración de la Pascua. Debemos considerar la siguiente narración del libro de Éxodo, porque tiene un impacto muy dramático en la futura vida de la nación judía.
Esta es la institución que se celebra en el aposento alto entre Jesús y sus discípulos:
El Señor habló con Moisés y Aarón en la tierra de Egipto, y les dijo: “Este mes marcará el principio de los meses.
Será para ustedes el primer mes del año. Hablen con toda la congregación de Israel, y díganle: ‘El día diez de este mes, cada uno de ustedes debe tomar un cordero por familia, según las familias de los padres’.
Si la familia es tan pequeña como para no comerse todo el cordero, entonces esa familia y sus vecinos más cercanos tomarán un cordero, según el número de personas.
Calcularán el cordero según lo que cada persona pueda comer. El animal debe ser macho, de un año y sin ningún defecto, y lo tomarán de las ovejas o de las cabras.
Lo apartarán hasta el día catorce de este mes, y toda la congregación de Israel lo sacrificará entre la tarde y la noche. Tomarán un poco de sangre y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas donde lo vayan a comer.
Lo comerán esa noche, asando la carne al fuego y acompañando la carne con panes sin levadura y hierbas amargas. La carne no debe estar cruda ni ser cocida en agua, sino asada al fuego, junto con la cabeza, las patas y las entrañas.
No dejarán nada del cordero para el día siguiente; si algo queda hasta el día siguiente lo quemarán por completo. Debe comer el cordero vestidos y calzados, y con el bordón en la mano, y comerlo de prisa; se trata de la Pascua del Señor.
Esa noche yo, el Señor, pasaré por la tierra de Egipto y heriré de muerte a todo primogénito egipcio, tanto de sus hombres como de sus animales, y también dictaré sentencia contra todos los dioses de Egipto.
Y cuando hiera yo la tierra de Egipto, la sangre en las casas donde ustedes se encuentren les servirá de señal, pues yo veré la sangre y seguiré adelante, y no habrá entre ustedes ninguna plaga de mortandad” (Éxodo 12:1-13).
Esto es crucial, porque sabemos que los sacramentos del Nuevo Testamento se entienden en la vida de la iglesia como señales y como sellos de algo extremadamente importante.
Un sacramento proporciona una señal dramática que apunta hacia alguna verdad de la redención que es crucial para la vida del pueblo de Dios. Cuando Dios instituyó la Pascua en el Antiguo Testamento, le estaba diciendo a Moisés, para parafrasearlo:
Tomen este animal, el cordero sin defecto, y mátalo. Tomen su sangre, y marquen la entrada de sus casas.
Pongan la sangre en el dintel y en los postes de la puerta, como señal que los marca como el pueblo de Dios, de manera que cuando venga el ángel de la muerte a destruir a los primogénitos del país, y a ejecutar mi juicio sobre los egipcios, la destrucción de ese juicio solo caiga sobre los egipcios.
Voy a diferenciar entre el pueblo que he llamado del mundo para que sea mi pueblo santo del pacto, y aquellos que lo han esclavizado.
Por lo tanto, mi ira caerá sobre Egipto pero no sobre mi pueblo. El ángel pasará sobre cada hogar marcado con la sangre del cordero.
El carácter de señal de este ritual realmente era un signo de liberación. Era una señal de redención porque significaba que estas personas escaparían de la ira de Dios.
La calamidad última es estar expuesto a la ira de Dios. Cristo salva a su pueblo de la ira del Padre. No solo somos salvados por Dios, sino que somos salvados de Dios, y esa idea se expone de manera dramática en la Pascua según como se registra en el libro de Éxodo.
La señal en el poste de la puerta, la señal marcada por la sangre del cordero significaba que los israelitas serían rescatados de una calamitosa exposición a la ira de Dios.
Así que aquella noche vino el ángel de la muerte y mató a los primogénitos de los egipcios, pero el pueblo de Dios fue dejado con vida.
Después de eso, Moisés los sacó de la esclavitud, a través del Mar Rojo, y los guió hacia la Tierra Prometida, donde se convirtieron en el pueblo de Dios bajo el pacto de Moisés, recibiendo la ley en el Monte Sinaí.
Ellos efectivamente salieron y adoraron a Dios en su santo monte, pero como un recordatorio perpetuo de su redención, cada año a partir de entonces, el pueblo de Israel obedeció la institución de la Pascua.
Se reunían en sus casas, y comían el alimento con las hierbas amargas, y bebían el vino, todo lo cual hacían para recordar la salvación que Dios había obrado para ellos en la tierra de Egipto.
Ellos participaban de esta celebración original con sus bastones en la mano, como personas que están prestas a salir, prestas a marcharse en cualquier momento porque el Señor dijo que debían estar listos para salir de Egipto, de la esclavitud a la Tierra
Prometida tan pronto como el faraón y sus fuerzas fueran destruidas.
Cuando Jesús celebró su última Pascua con sus discípulos, se alejó de la liturgia estándar en medio de la celebración.
Él le agregó un nuevo sentido a la celebración de la Pascua cuando tomó el pan sin levadura, añadiéndole una nueva significación cuando dijo: “Esto es mi cuerpo, que por ustedes es partido”.
Luego, después de terminada la cena, tomó el vino y dijo, en efecto: “Yo le añado un nuevo significado a este elemento mientras ustedes celebran la Pascua, porque este vino es mi sangre.
No la sangre del cordero en el Antiguo Testamento cuya sangre se marcaba en la puerta, sino que ahora esta copa es mi sangre”. En esencia, Jesús estaba diciendo: “Yo soy la Pascua; yo soy el Cordero Pascual; yo soy el que será sacrificado por ustedes.
Es por mi sangre marcada en la puerta de sus vidas que escaparán de la ira de Dios”. Así que él dijo: “Desde ahora en adelante, esta es mi sangre, derramada por la remisión de sus pecados. Esta es la sangre de un nuevo pacto”.
Este nuevo pacto que él instituyó esa misma noche completa el antiguo pacto, dándole su máxima y más significativa expresión.