¿Qué hace bella a una mujer?
Todos conocemos a mujeres que han sido favorecidas con una piel suave y sedosa, y con ojos brillantes e inteligentes. Nos referimos a ellas como personas “bellas”.
Los adornos externos, como la ropa elegante y un peinado impecable, ciertamente contribuyen a su buena presencia. ¿O es su espíritu, ese magnetismo interior que comunica tranquilidad a las personas, lo que hace atractiva a una mujer?
Ya sea innata o superficial, la belleza es una fuerza poderosa. “Hay sólo dos cosas capaces de traspasar el corazón humano”, escribió Simone Weil. “Una es la belleza; la otra es el dolor”. En nuestro sofisticado mundo de hoy, las dos están invariablemente conectadas. El rejuvenecimiento quirúrgico de la piel, la liposucción o la estilización del cuerpo.
Los humanos son la única especie que se inflige a sí misma dolor físico por la belleza. Aunque la mayoría de nosotras insista en que la belleza viene de adentro, nos deshacemos fácilmente de nuestro dinero para comprar remedios contra la vejez, blanqueadores dentales, o suplementos herbáceos que nos garanticen una cintura más pequeña.
¿Cuál es la razón que nos lleva a buscar la belleza tan insaciablemente?
Dios ha puesto eternidad en el corazón de cada ser humano (Eclesiastés 3:11), pero por vivir en un mundo sujeto a limitaciones, experimentamos una discrepancia entre lo que tenemos y lo que queremos. Buscamos incesantemente a tientas el Edén perdido.
En nuestro sufrimiento, muchas veces buscamos las cosas buenas que Dios nos ha dado, pero de una manera tan perjudicial que nuestra búsqueda de ellas, lo que hace es afligirnos. Sin la Palabra de Dios, que comunica la verdad a nuestras vidas, nos volveríamos esclavos de nuestros deseos.
Lamentablemente, la cultura en que vivimos se ocupa más del concepto que tenemos de la belleza, que lo que estamos dispuestos a admitir. Baños con arena volcánica, tratamientos faciales a base de pepinos, propaganda melosa en cuanto a proteínas de ginseng que queman la grasa y aumentan la capacidad cerebral, sabemos que estos artificios no funcionan, pero los consumimos más deprisa que el tiempo que les toma a los maestros de la publicidad inventarlos.
La seducción de la presión social para que nos conformemos a un patrón “universal” de belleza es tan poderosa, que puede parecer imposible resistirla. Vivimos en un mundo que cada vez más juzga a las personas por su apariencia exterior, pero tenemos que luchar contra eso. La pregunta es: ¿cómo?
Cristo vino a la tierra para redimirnos del sufrimiento de nuestro pecado, y solamente su amor es el antídoto contra el menoscabado concepto que tenemos de nuestro propio yo. Él nos ofrece una vía de regreso al Paraíso que perdimos. Pero el camino a la sanidad es a veces difícil y doloroso: para encontrar nuestra identidad en Cristo, tenemos que deshacernos de la identidad que tenemos ahora, para salvar nuestra vida, tenemos que perderla.
La exhortación de Proverbios 6:25: “No codicies su hermosura en tu corazón, ni te prenda con sus ojos”, puede aplicarse también a los hombres. Cuando las mujeres se dejan cautivar por la búsqueda de la belleza, se vuelven también unas prisioneras. El deseo por la aceptación humana imita tanto a nuestro anhelo por Dios, que difícilmente podemos ver la diferencia.
Recuerdo muy bien mi propia lucha en esta área. Después que me gradué de la universidad, fui a vivir con una comunidad de puritanos que me enseñaron cómo conducirme de acuerdo con la Palabra de Dios. Cuando conocí la mujer que estaba a cargo de mi dormitorio, me asombró saber que tenía hijos pequeños.
Tenía un cabello canoso natural, peinado en forma de moño en la parte posterior de su cuello. Su pálido rostro no tenía maquillaje ni zarcillos. Por la forma tan humilde que vestía y por su aspecto, la consideraba una mujer mucho mayor de edad. Pero a medida que transcurría el tiempo, le fui tomando cariño. Su espíritu optimista era invencible, y su entusiasmo sin límites. A medida que se me desvanecía el frenético mundo del cual yo venía y mi percepción se hacía más aguda, comencé a detectar fervor en su sonrisa, confianza en su voz y misericordia en sus oraciones.
Entonces comencé a pensar en ella como una de las mujeres más bellas que yo había conocido en toda mi vida, y poco a poco comencé también a verme a mí misma de esa manera.
Usaba cosméticos cada vez menos, prescindí de la mayoría de mis joyas, y pensaba poco en mi aspecto físico. Una noche, antes de cenar, me vi en el espejo. Mi rostro se había vuelto sencillo y corriente. Sin la atención puesta en un peinado vistoso, pude ver la expresión de mis ojos. Me quedé ahí durante unos momentos más, dejando que la realidad del inagotable amor de Dios invadiera mi alma. Por primera vez en mi vida, me gustó el rostro que vi en el espejo. Y por primera vez di gracias a Dios por eso.