Ver y Creer
«Entonces Jesús le dijo: Si no veis señales y prodigios, de ningún modo creeréis» (Jn. 4:48).
¡Ésta parece una manera extraña de tratar a un hombre rico que había viajado cuarenta kilómetros para buscar sanidad para su hijo! Imagínate, apresurándose toda aquella distancia para encontrarse con una reprensión! Se trataba de un noble en un momento de angustia: los ricos tienen sus aflicciones lo mismo que los pobres. Era un muchacho a punto de morir; las enfermedades no hacen acepción de personas, sino que se ceban por igual en los jóvenes y en los mayores; se trataba de un padre terriblemente deseoso de lograr un encuentro entre su hijo y el Salvador. ¡Ah, que todos los padres estuviesen así de deseosos de hacer lo mismo!
Sí, tengo que admitir que parece haber una cierta severidad en la réplica de nuestro Señor. Pero había una necesidad para tal conducta. ¿Qué iba mal con este noble? Algunos creen que el bondadoso Salvador se mostró severo porque acudió al Señor no por causa del Señor, sino por causa de su hijo, empujado por el intenso impulso de una necesidad externa, y no por el deseo del alma. Ahora bien, es indudable que hay una cierta verdad en esta explicación, pero no ofrece una respuesta plena a la dificultad.
La respuesta satisfactoria es el anhelo de nuestro Señor de purificar y fortalecer la fe. Aquel rico poseía fe en el Señor Jesús, pero solo una fe en su presencia, y no en su Palabra; era una fe que reposaba solo en lo milagroso. El Señor quería mostrar a aquel discípulo suyo que su palabra era tan eficaz como su presencia, y deseaba conducirlo al sentido profundo de la declaración del Antiguo Testamento: «Envió su Palabra y los sanó». Así, la conducta de nuestro Señor tenía el propósito no de extinguir aquella pequeña chispa de fe, sino de avivarla hasta que fuese una poderosa llama; y el método adoptado tuvo el resultado deseado».
«Si Dios quiere que yo crea, ¿por qué no pone una señal en el cielo?» Así es cómo algunos hablan y piensan. La forma en que nuestro Señor trató a este noble es la respuesta. La verdadera fe es asunto del corazón, no meramente de la cabeza; y la verdadera fe recibe el ser no por ninguna señal milagrosa, sino por la Palabra del Señor. Además, y como observaba un muy eminente escritor: «Si la creencia dependiese tanto de una señal visible en el cielo, se tendría que crear un milagro permanente para cada generación para dar a esa generación una oportunidad justa junto con las demás, y ésta es una suposición que choca contra todos los caminos de Dios.
Además, es sumamente dudoso que tal señal consiguiese su propósito. “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos”. No hace falta mucha imaginación para pensar en el brillante artículo que saldría en el periódico que “demostraría” que había sido un cometa; e incluso si esta explicación no diese satisfacción al intelecto, una mera maravilla pasajera no surtiría efecto sobre los corazones de los hombres».
Así, cuán preciosa es la fe para el Señor, y cuánta solicitud dedica Él para producirla, purificarla y vigorizarla. Ésta puede ser una explicación de muchos de sus extraños tratos con los hijos de los hombres. Su gran anhelo es conducirnos más profundamente en la vida de la fe.
Pero, «¿qué es la fe?» ¡Qué extraño!: aunque las personas ejercitan la fe cada día de sus vidas, sin embargo hacen frecuentemente esta pregunta. La primera aparición de la palabra «creer» está en Génesis 15:6: Abraham «creyó a Jehová, y le fue contado por justicia».
Según una autoridad competente, la palabra «creyó» significa literalmente «afirmarse uno mismo apoyándose en algo o en alguien». Esto da una vívida ilustración de lo que la fe es en realidad: «así como un hombre apoya su temblorosa mano en su cayado, así apoyamos nuestros débiles y cambiantes egos sobre el poder de Dios». Fijaos en esto: 1) La verdadera fe tiene a Dios como su origen y objeto.
Abraham «creyó a Dios». En Juan 6 el Señor la llama una «obra de Dios», apuntando al profundo pensamiento de que es Dios quien da la verdadera inclinación de la mente a confiar. Luego 2) observemos que la fe es un acto, y no un mero sentimiento. No se trata de algo que venga a alguien aparte de sí mismo y fuera de sí mismo, sin referencia a él. Hay una relación muy íntima entre la fe y la voluntad. En el sentido más estricto de la palabra, la fe es una actividad de nuestra naturaleza más íntima: es un esfuerzo de la voluntad.
Se pueden distinguir tres etapas en la fe, porque la fe es un acto progresivo o una serie de actividades. La primera etapa es una creencia acerca de Él, una mera aceptación de su revelación. Pero en ello no hay elemento salvador. Es posible para una persona tener esta clase de fe y estar sin embargo perdida.
La fe verdadera es más que esto. Es imprescindible llegar a la siguiente etapa, esto es, creer confiando en Él. Ahí es donde entra el elemento salvador. Si estoy fatigado y desfallecido y creo que la silla puede soportar mi peso, el mero creer esto no me dará descanso, sino que debo confiarme en ella, dejar que soporte mi peso. Y entonces, ¿qué? Hay una tercera etapa, creer hacia el Señor. Puedo confiarme en una silla o en un cayado, y descansar, pero la silla y el cayado y yo permanecemos separados y distintos. No así con Cristo y el alma. Creer confiándome en Él llevará a creer hacia Él, llegando a ser uno con Él, unido con los vínculos de la vida y del amor. ¡Qué unión más bendita es ésta! Las palabras no la pueden describir plenamente. Oremos:
«Mi fe pone en ti la mirada, Cordero del Calvario, Divino Salvador».