Pablo, de quince años, está solo en su cuarto.
Ha sido un mal día. Se peleó con su grupo de amigos del colegio. No es la primera vez que sucede.
Se siente muy mal. Distintos pensamientos circulan vertiginosamente por su mente. Estando él en ese estado, llega su padre del trabajo.
El padre, que ama profundamente a su hijo, también ha tenido un día muy duro. Le pregunta a Pablo cómo le ha ido en el colegio ya que éste ha decaído en su rendimiento escolar. Se da la siguiente conversación:
Pablo: no quiero ir más al colegio...
Padre ¿cómo? (pregunta enfadado y subiendo el tono de voz)
Pablo: sí, hay situaciones que ya no soporto...
Padre: (interrumpiendo nuevamente) mirá Pablo, tuve un día difícil. Yo me mato trabajando por ustedes. Escuchame, yo a tu edad no sólo estudiaba sino que trabajaba...
Pablo ya sabe cómo continuará el relato del padre. Lo mira mientras éste sigue hablando. Ya no escucha. No hace un esfuerzo por aclarar lo que quería decir. Solo espera que su padre termine.
Pablo, en realidad, no piensa abandonar sus estudios. Solamente había comenzado torpemente a expresar un estado de ánimo.
Resultado de lo sucedido: el padre no se ha enterado del problema de su hijo y ha provocado un mayor distanciamiento emocional entre ambos.
Este tipo de situaciones se dan frecuentemente en las familias. Tanto padres como hijos no realizan el esfuerzo por comprender al otro.
Se da aquí un vicio que se presenta frecuentemente en nuestros diálogos: respondemos sin escuchar realmente a quien nos está hablando.
Pensamos en lo que vamos a decir mientras la otra persona nos habla. Solo esperamos que llegue nuestro turno para hablar.
Muchas veces sucede que nos esforzamos por ser comprendidos. Pero es fundamental que tanto padres como hijos hagamos un esfuerzo por comprendernos mutuamente.
No poner tanto empeño en ser comprendido como en intentar comprender al otro.
Pero, ¿cómo podemos comprender mejor al otro?
1-Escuchando activamente: poniendo toda nuestra atención en lo que nos están diciendo.
Preguntando cuando algo no nos queda del todo claro. Demostrando con nuestra actitud nuestro entusiasmo por lo que la otra persona dice.
Jaime Barylko, un reconocido educador, sostiene que la mirada atenta del oyente promueve que el otro despliegue su inteligencia.
2-Desarrollando la empatía: la empatía es la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Tenemos frecuentemente la tentación de responder al otro desde nuestras experiencias.
Se veía en el ejemplo cómo el padre comenzó a desarrollar un discurso totalmente autorreferencial hablando de su pasado, pero no indagó en la realidad de su hijo.
3- No adivinando el pensamiento de demás: a menudo damos algunas cosas por sentado por la postura, la mirada, o aún, el silencio de la otra persona.
Creemos que con solo mirarla ya podemos “adivinar” que hay en su mente. Lo que termina sucediendo la mayoría de las veces es que llenamos los silencios del otro con contenidos que son nuestros y no tienen relación con lo que realmente le pasa.
Es bueno preguntar, por ejemplo: “¿vos me quisiste decir esto...?” Esta simple pregunta le da a la persona que tenemos enfrente la posibilidad de aclarar lo que ha querido decir y evitar muchos malentendidos.
4- Respetar los tiempos: este principio implica aceptar el cuándo, el cómo y dónde del otro para expresar lo que siente.
Hay momentos donde el clima es tan tenso que es mejor no preguntar ni aclarar algo. Habrá que aguardar el momento, el lugar y la forma más indicada.
Comprender al otro, en definitiva, es un arte. Como toda expresión de arte se aprende si se invierte tiempo y esfuerzo en la tarea.