"Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (v. 1). El amor es algo fácil de fingir. Las personas nos dicen a menudo que nos aman, y pueden ser muy convincentes. Pero, lamentablemente, nos damos cuenta de que esas palabras son con frecuencia vacías, y nos quedamos anhelando un amor más profundo y más auténtico.
En su última celebración de la Pascua, la misma noche que Él sabía que iba a ser arrestado, Jesús hizo lo impensable: Tomó una toalla y se inclinó para lavar los pies de sus discípulos.
En esa cultura, donde usar sandalias era lo normal, solo el esclavo más humilde realizaba esa desagradable tarea en la casa. Pero ahora Jesus, su Maestro y Mesías les estaba lavando el polvo, la suciedad, y peor aún, los pies. Pronto su sangre perfecta e inocente les lavaría también la suciedad de sus pecados.
Un amor de esa profundidad es difícil de entender. ¿Quién es capaz de entender realmente la humildad divina? ¿El sacrificio divino? Fue la misericordia de Dios dando evidencias de sí misma.