David y Jonatán | Bosquejo para Predicar
1 Samuel 18:1-4; 2 Samuel 1:26
«Todo a través de la vida mesones hay junto al camino Donde el hombre refrigerio puede tener en su alma con amor; Incluso los más bajos pueden su sed apagar En arroyos alimentados de fuentes que de arriba descienden»
«Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios» (1 Jn. 4:7). En esta pequeña porción de las Escrituras tenemos «Manzana de oro en bandeja de plata» (Pr. 25:11). El amor de Jonatán hacia David parece un reflejo puro y sin nubes de aquel amor de Dios que ha sido derramado en el corazón por el Espíritu Santo. Fue maravilloso.
I. Su amor fue real. «Lo amó Jonatán como a sí mismo» (v. 1). No se trataba de una mera relación formal por asuntos mutuos. Jonatán había tomado a David y todos sus intereses en los secretos y cuidados de su propia alma. El amor que deja de hacer esto es superficial y egoísta. ¿Cómo podemos decir que amamos a Cristo si sus intereses no nos atraen tan poderosamente como los nuestros? Pablo así lo amaba cuando dijo: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21).
II. Su amor era grande. Excedía al amor de las mujeres (2 S. 1:26). Decir esto sugiere que era sobrenatural. La más elevada forma del amor humano se encuentra en el corazón genuinamente maternal. El amor que sobrepasa a este es aquel «mayor amor» manifestado en el unigénito Hijo de Dios (1 Jn. 4:9), y engendrado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (1 Jn. 4:19). El amor del creyente a Cristo es más que el mero amor natural, porque la mente carnal es enemistad contra Dios. El corazón natural es extraño al Santo.
III. Su amor era inseparable. «E hicieron pacto Jonatán y David, porque él le amaba» (v. 3). El verdadero amor empujará siempre a un más estrecho vínculo de unión; el afecto mutuo culmina en el vínculo matrimonial.
El amor de Cristo nos constriñe. ¿Qué vamos a hacer? Pues, como Jonatán, entregar los intereses de nuestras vidas a las manos de Aquel a quien Dios ha exaltado como Príncipe y Salvador (20:14-16). Oigamos las palabras susurradoras del amor hasta la muerte de Cristo en aquellas palabras inolvidables: «Haced esto en memoria de Mí» (1 Co. 11:24).
IV. Su amor era abnegado. «Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a David» (v. 4). El amor no ocultará; «El amor no hace nada indecoroso, no busca su propio interés» (1 Co. 13:5). El amor da hasta que dar es sentido como un sacrificio.
Así fue con el amor de Cristo, que por causa de nosotros se despojó a Sí mismo y se humilló, para que por su pobreza nosotros fuéramos enriquecidos (2 Co. 8:9). El amor de Cristo se manifestó en aquella pobre mujer que, cuando se vio envuelta en una tormenta de nieve, se despojó a sí misma para salvar a su pequeño.
Al despojarnos a nosotros mismos para la honra y gloria del Cristo de Dios demostramos la realidad de nuestra confianza en Él. Si Él va a triunfar por medio de nosotros, démosle «hasta la espada, el arco y el talabarte». El autoengrandecimiento es siempre incongruente con la gloria de Dios.
V. Su amor era bien merecido. Es indudable que había muchos atractivos personales en David que suscitaban los afectos de Jonatán, porque David «se portaba prudentemente» (v. 5), y era para Jonatán el principal y señalado entre diez mil. Pero el secreto de la intensidad de su afecto por él residía en que él conocía a David como el ungido del Señor y como el futuro rey de Israel (cap. 20:15).
Es bien cierto que los más entrañables afectos de su alma pura iban bien dirigidos cuando eran puestos sin reservas en el amado de Dios. ¡Aquí tenemos a uno mayor que David! Uno que habló como jamás habló ningún otro, y cuya conducta ha sido tal que ni Dios, ni el hombre ni ningún demonio pudieron hallar falta en Él. Y Él pregunta: «¿Me amas?».
VI. Su amor fue correspondido. «El alma de Jonatán quedó ligada con la de David» (v. 1). Estas dos almas quedaron ligadas en sus deseos y motivos, como la trama y la tela de un tejido. Esta ligazón muestra que los afectos de David respondían plenamente al amor de Jonatán, de manera que los vitales intereses del uno se entretejían con los vitales intereses del otro.
Ésto es algo más profundo que la mera creencia en una conformidad externa; es la misma esencia de «la unidad del Espíritu». Jesucristo fue movido por aquel anhelante e insondable AMOR cuando oró que «sean todos uno; como Tú, oh Padre, en Mí, y Yo en Ti, Yo en ellos».
Esta profunda unión espiritual solo puede ser hecha allí donde haya la entera rendición de todos en ambos lados para el mutuo beneficio por medio del poder constreñidor del amor. Esto es lo que Cristo ha hecho por nosotros. ¿Qué respuesta le estamos dando? «El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn. 4:8).
Nuestro Señor está enormemente dispuesto a que su vida quede ligada con la nuestra. ¿Estamos igualmente dispuestos que nuestra vida quede ligada con la suya, y llegar así a venir a ser uno en corazón y propósito para la gloria de Dios?