LA VIDA IDEAL. Bosquejos Bíblicos para Predicar 2 Corintios 4:7-11
Dios se complace en manifestarse a Sí mismo. En la creación Dios manifiesta su sabiduría y poder mediante las obras de sus manos. «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento denuncia la obra de sus manos».
En Jesucristo, Dios manifiesta su amor en misericordiosa plenitud para nuestra salvación. En las vidas de los redimidos, Él desea manifestar su gracia salvadora y sacadora como testimonio y aliento a los que no creen; porque la vida de Jesús debe manifestarse en nuestra carne mortal (vv. 10, 11).
La vida de Jesús es la vida ideal, y la vida del cristiano debe ser, en una medida, una reproducción espiritual. Se han escrito muchas vidas de Cristo, pero la más eficaz y que más honra da a Dios es la viviente. «La vida de Jesús manifestada en nuestro cuerpo.» Pensemos en esto. La vida del Señor Jesús fue:
I. Una vida de Dios. Él nació de lo alto (Lc. 1:35). Él podía decir: «Yo soy de arriba. Yo he venido del cielo». Él era Dios manifestado en carne (1 Ti. 3:16). Así, si la vida de Jesús debe manifestarse en nuestra carne mortal, tenemos que nacer de Dios, nacer de arriba. «El que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios». ¿Cómo entonces puede vivir la vida de Jesús si no ha recibido la vida de Jesús? Cristo tiene que vivir en nosotros si su vida debe ser manifestada en nosotros (Gá. 2:20).
II. Una vida totalmente entregada a Dios. Era una vida totalmente entregada a la voluntad divina. En su bautismo, se consagró a cumplir la justicia de Dios. Dijo: «No puede el Hijo hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn. 5:19). También hablaba las palabras del Padre (Jn. 14:10). «Mi doctrina», dijo Él, «no es mía, sino de aquel que me envió» (Jn. 7:16).
La clave de su vida fue: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». ¡Qué ejemplo para todos los que desean vivir la vida de Jesús en sus cuerpos mortales! Él se rindió totalmente a la Palabra, voluntad y obra de Dios. ¿Y cómo menos deberemos hacer nosotros al tratar de vivir su vida y de llevar a cabo su obra? «Presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos» (Ro. 6:13).
III. Una vida energizada por el Espíritu de Dios. Juan dio testimonio, diciendo: «Vi al Espíritu que descendía del cielo como una paloma, y permaneció sobre él». Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder (Hch. 10:38).
Habiendo tomado la semejanza de carne de pecado, se hizo dependiente del poder del Espíritu Santo que el Padre le había dado (véase Is. 11:2, 3), y cuando comenzó su ministerio público testificó que «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ungió para predicar el evangelio» (Lc. 4:18). Él sabía que todos sus discípulos necesitaban esta dotación espiritual desde lo algo si debían ser verdaderos testigos para Él.
Así que les ordenó que permanecieran en Jerusalén hasta que fueran investidos. ¿Cómo podemos esperar vivir esta vida de Jesús sin este don? No hay excusa alguna para carecer de Él. Porque la promesa es a vosotros y a todos los que están lejos (Hch. 2:29).
IV. Una vida de fidelidad inmutable a Dios. Su faz estaba dirigida firmemente a hacer la voluntad de su Padre a cualquier precio. Debido a esta actitud y a su devoción, tenía que sufrir. La santidad de su carácter lo llevó al sufrimiento, porque no podía ser comprendido por hombres pecaminosos y malvados.
Sufrió por su fidelidad en testificar contra las obras malas del mundo, y por ello el mundo le aborreció (Jn. 15:9). Sufrió por su intenso amor para con los ciegos y engañados pecadores, como se ve en sus lágrimas sobre la culpable Jerusalén. Pero, con todo ello, su confianza en el Padre no mostró la menor vacilación.
«El que quiera vivir piadosamente, sufrirá.» ¡Cuán propensos somos a esquivar de vivir «la vida de Jesús» en nuestros cuerpos mortales, debido a las condiciones de prueba que de cierto seguirán! Es entonces que necesitamos una firme confianza. Pero para estas cosas, ¿quién es suficiente? Nuestra suficiencia se encuentra en Dios (2 Co. 3:5). «Porque Dios es el que en vosotros opera tanto el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:13).
V. Una vida de actividad concentrada. Sus primeras palabras registradas son: «¿No sabíais que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?». Los asuntos del Padre eran los asuntos de su vida. Nunca hubo nadie más diligente en estos asuntos que Jesús. «Entonces dije: Aquí estoy; en el rollo del libro está escrito de mí.
El hacer tu voluntad, oh Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:7). En el ministerio de nuestro Señor no había disipación de interés ni de energía. Todo estaba subordinado a la voluntad conocida de su Padre.
Si esta característica del carácter de Jesús debe manifestarse en nuestra vida presente, entonces nosotros debemos estar dispuestos a humillarnos a nosotros mismos y a tomar forma de siervos, aceptando su yugo, para aprender de Él mansedumbre y humildad de corazón; y así en comunión con Él en servicio, manifestar en nuestros cuerpos la devoción de Jesucristo. «Una cosa hago.»
VI. Una vida coronada de victoria. Fue una prolongada batalla, con una prolongada victoria. Sus palabras fueron todas ellas victorias de sabiduría. Sus milagros fueron todos victorias sobre la debilidad humana. Su muerte fue su victoria sobre el pecado del mundo, en el derribo de la gran barrera que se levantaba en el camino del allegamiento del hombre a Dios.
Su resurrección fue su victoria sobre la mortalidad, la muerte y el sepulcro. Él no conoció la derrota. ¿Podemos nosotros, los que somos llamados a manifestar «la vida de Jesús» en nuestra carne mortal, esperar lograr la victoria a lo largo de nuestra vida de peregrinos? ¿Ha hecho Dios provisión para la victoria o para la derrota?
¿Estaba atemorizado el apóstol a causa de las debilidades de la carne cuando dijo: «Pero gracias a Dios, quien siempre nos lleva en triunfo en Cristo» (2 Co. 2:14)? Y otra vez: «Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 15:57).
Si Jesucristo ha vencido en nosotros, entonces somos más que vencedores en todas estas cosas (Ro. 8:37). Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios (v. 7). «Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (v. 10). «No ya yo, mas Cristo.»