NAAMÁN EL LEPROSO. Bosquejos Bíblicos Para Predicar 2 Reyes 5:1-15
Naamán el leproso ocupa un lugar muy semejante en el Antiguo Testamento al del «Hijo Pródigo» en el Nuevo. La historia es bien conocida y manida, y ha sido el medio de llevar la luz de la salvación a muchas almas. Éstas son maravillosas palabras de vida, así que volvámoslas a contar. Veamos aquí:
I. Una vida arruinada. Naamán tenía casi todo lo que un hombre en este mundo pudiera desear en cuanto a honor, fama y éxito, pero había una llaga en su vida que no podía ser sanada con todo el encomio y riquezas del mundo: «Era... leproso» (v. 9). Lo mismo que en el caso el joven rico, había muchas cosas de las que no carecía, pero «una cosa» le faltaba: pureza.
Era inmundo. Allí donde el pecado ejerce su dominio, arroja su marchitadora plaga sobre todo el carácter; pero no es hasta que uno se hace consciente de su presencia que desgarra la falsa paz del corazón.
II. Un fiel testimonio. Esta muchacha había evidentemente gozado de una piadosa educación. El Dios del «profeta que está en Samaria» era para ella un Salvador Todopoderoso. Ella tenía convicciones que eran reales y profundas, y no tenía miedo de decirlas. «Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra» (v. 3).
Éste fue un testimonio sencillo, de boca de una niña, pero es la clase de testimonio que se necesita en todas partes, y que con certidumbre será bendecido. Fue el testimonio de la fe dado en el momento justo y con la actitud correcta. «Hablamos lo que sabemos». Esta muchacha fue una fiel predicadora.
III. Una falsa interpretación. «Le dijo el rey de Siria: Anda, ve, y yo enviaré cartas al rey de Israel». Y así Naamán partió. Enviado por un rey a otro rey, y llevando consigo un principesco don de una cantidad enorme de dinero, equivalente a 340 kilogramos de plata y a casi 70 kilogramos de oro, aparte de diez mudas de vestidos, artículo entonces de gran valor, parecía ser la forma adecuada para dedicarse a la cuestión de la salvación de la maldición de la lepra.
Sí, ésta es aquella «sabiduría del mundo» que deja completamente de lado el Evangelio de la Gracia predicado por aquella muchachita, y que sigue siendo predicado por Jesucristo. «Nos salvó, no en virtud de obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia » (Tit. 3:5; cf. Lc. 18:13, 14). Los conducidos por una mera sabiduría natural no tienen en cuenta la gracia de Dios. No están dispuestos a comprar «sin dinero» (Is. 55:1).
IV. Un mensaje de misericordia. «Ve y lávate siete veces en el Jordán… y serás limpio» (vv. 8-10). Nada podía haber sino problemas y desengaños por ir al rey en lugar de al profeta. No había otro Nombre dado a los hombres por el que pudiera ser salvo (Hch. 4:12).
El medio estaba bien a su alcance. «Lávate en el Jordán». La promesa era cierta. «Serás limpio». El profeta se mantuvo fuera de la vista para que la fe de Naamán fuera en Dios y no en los hombres. El verdadero heraldo del Evangelio no busca el honor de los hombres, sino que dará un mensaje definido de una salvación cierta para cada indagador anhelante. «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (Hch. 16:31).
V. Un espíritu rebelde. «Mas Naamán estalló en ira (…) y se fue, ardiendo en ira» (vv. 11, 12, V.M.). ¿Por qué este mensaje de la salvación de Dios que venía de los labios del profeta entró en su corazón como un lanzazo en lugar de como un bálsamo sanador? Debido a su soberbia y falsos conceptos del Dios de salvación. Dijo:
«¡He aquí que YO pensaba que seguramente el hubiera salido a recibirme», etc (V. M.). No, este soberbio «YO» y este arrogante y leproso «ME» tienen que ser quebrantados antes que pueda uno gozarse en el poder salvador de Dios. El simple mensaje del Evangelio de Cristo arranca las mismas raíces de todas las opiniones preconcebidas y esfuerzos egoístas de los hombres.
Naamán, o cualquier otro hombre, puede lavarse tan a menudo como quiera en los «ríos de Damasco», pero no hay en ellos virtud regeneradora, porque no es allí que Dios ha puesto su promesa. Todas nuestras propias obras son impías, y por ello totalmente impotentes para salvarnos.
VI. Una voluntad rendida . «Él entonces descendió, y se zambulló siete veces en el Jordán» (v. 14). ¡Entonces! ¿Cuando? Después que sus criados, llenos de sentido común, le hubieran hecho entrar en razón. Estos sencillos hombres vieron en el acto que su amo, aquel «hombre valeroso en extremo», tropezaba con la sencillez del remedio.
Él estaba bien preparado para hacer «alguna cosa muy difícil», pero no esta cosa insensata y humillante. Pero cambió de opinión, y luego «descendió» con el propósito definido de probar la Palabra de Dios que le había sido dada por el profeta. Tan pronto como se decidió a aceptar esta nueva forma de purificación, el resto fue hecho fácil y rápidamente.
Su descenso fue una evidencia de que creía ahora el mensaje de gracia que le había sido enviado. La fe que no conduce a una aceptación personal de Cristo es una fe muerta. «Y no queréis venir a Mí, para que tengáis vida» (Jn. 5:40).
VII. Un hombre cambiado. «Su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio» (v. 14). Vino a ser una nueva criatura por medio de la obediencia de la fe (Mt. 18:3). Su fe fue asimismo evidenciada por una vida purificada.
«La carne de un niño» significa no solo una perfecta purificación de su terrible enfermedad, sino la renovación de su juventud. ¡Qué perfecta ilustración tenemos aquí del poder maravilloso del Evangelio de Cristo! «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).
Este gran cambio fue seguido, como siempre ha de ser, por una confesión abierta. «He aquí ahora conozco que no hay otro Dios en toda la tierra, sino en Israel» (v. 15). Y con toda razón pueden decir quienes han sido liberados de sus pecados mediante la sangre de Cristo, a semejanza de aquel rey de la antigüedad: «No hay dios que pueda librar como Éste» (Dn. 3:29). «Me seréis testigos.»