Este término se refiere, por una parte, a las imágenes de talla y fundición relacionadas con la idolatría, y que la ley prohibía estrictamente a los israelitas. En Hch. 19:23 ss. se menciona la creencia popular de que la imagen de Diana guardada en el templo de Éfeso había venido del mismo Júpiter.
Pero el término «imagen» tiene otros usos muy importantes. Por ejemplo, Dios dijo, al crear al hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó» (Gn. 1:26, 27; 5:1; 9:6).
El término que se emplea aquí por imagen es «tselem», que se usa también de las imágenes de culto idólatra y de la gran imagen de Dn. 2. A pesar de la caída, el hombre sigue siendo portador de la imagen de Dios. Al hablar del hombre como cabeza de la mujer, se declara que él no debe cubrirse la cabeza, por cuanto «él es imagen y gloria de Dios» (1 Co. 11:7;
Santiago hace una afirmación general: «los hombres... están hechos a la semejanza de Dios» (Stg. 3:9). Hasta qué punto el hombre es imagen y semejanza de Dios después de la Caída puede quedar ilustrado con una analogía. Es evidente que una imagen es una representación.
Cuando al Señor le mostraron un denario al hacerle la pregunta sobre el tributo (Mt. 22:15-22), preguntó: «¿De quién es la imagen...?» La respuesta fue: «De César.» Puede que la imagen no estuviera bien hecha. Puede que hubiera estado desgastada y abollada, como sucede frecuentemente con las monedas.
Sin embargo, esto no afectaba al hecho de que se trataba de la imagen de César. Era su representación, y la de nadie más. Así, el hombre, como cabeza de los seres creados en relación con la tierra es la imagen de Dios: a él le fue dado el dominio sobre todo ser vivo que se mueve sobre la tierra, en el mar, y en el aire. Naturalmente, esto debería ser en sujeción a Dios.
La semejanza va más lejos. En el hombre hay una semejanza moral y mental con Dios. No sólo representa a Dios en la tierra, sino que, aunque limitado en el tiempo y en el espacio, y ser creado, puede, por su semejanza con Dios, llegar a tener una relación personal con Dios.
El hombre es una imagen abollada y sucia de Dios, al haber caído en pecado, y no tiene más posibilidad de esta relación que la provista por la gracia de Dios por la muerte de Cristo. Esta obra de la gracia de Dios, cuando es aplicada en el corazón del hombre por medio de la fe, lo regenera espiritualmente y lo lleva a una nueva vida.
En el concepto imagen entra también la caída. Adán pecó, y murió espiritualmente. En relación con Dios, heredamos esta condición de Adán, y por naturaleza estamos muertos en delitos y pecados. El hecho de nuestra condición de mortal por causa del pecado heredado de Adán, Pablo lo atribuye a que «hemos traído la imagen del terrenal (Adán)» (1 Co. 15:49).
En el mismo versículo anuncia, sin embargo, que los creyentes, que ya ahora hemos recibido la imagen de Cristo, a la que vamos siendo conformados en nuestras vidas, «traeremos también la imagen del (hombre) celestial» en nuestros propios cuerpos glorificados.
Cristo es la verdadera imagen de Dios. Es en Él, Dios el Hijo que se hizo hombre, que se halla de una manera perfecta y plena «la imagen del Dios invisible... porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 1:15; 2:9).
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