La desilusión suele ser una respuesta emocional a nuestro fracaso, o al de otros, por no lograr que un deseo, una esperanza, un sueño o una meta se conviertan en realidad. Esto puede llevar a perder la fe en alguien en quien confiábamos, e incluso en una persona que amamos.
El evangelio de Juan nos dice que Jesús amaba a Marta, a su hermana María, y a Lázaro, el hermano de ellas. Por esto, no sintieron la necesidad de decir al Señor algo más que “el que amas está enfermo” (Jn 11.3). Su expectativa era que tan pronto Jesús oyera esto, Él vendría para sanar a su hermano. Sin embargo, Jesús no se puso en marcha sino hasta dos días después.
Cuando llegó, Marta salió a su encuentro y le dijo: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (v. 21). Había tenido la esperanza de que Él viniera de inmediato, para salvar la vida de Lázaro. Ella no veía el propósito del Señor, que era el de hacer un milagro más grande.
Dios tiene razones para dejar que suframos decepciones. Él podría evitarlas, pero quiere mostrarnos su propósito. Su deseo es que confiemos, creamos y dejemos que nuestras circunstancias lo glorifiquen a Él (vv. 4, 25).
Cuando lleguen las desilusiones, ¿quedará usted paralizado y desorientando en cuanto a los planes de Dios para su vida? ¿O estará abierto a lo que el Señor quiere enseñarle, y ansioso por entender el propósito de Él, y su lección en esas situaciones? La respuesta correcta es simplemente confiar en Él.