1 Juan 4.20; 2 Juan 5.6; 1 Corintios 12.12-27.
El presidente de un colegio refiere cómo, siendo niño, cuando jugaba con otro al sube y baja, todo marchó bien hasta que a él se le ocurrió saltar de la tabla cuando se encontraba abajo, haciendo que su amiguito cayera de golpe al suelo.
El lo futuro el otro niño se rehusó a jugar con él. Finalmente lo convenció a jugar nuevamente con él y entonces fue el otro quien le hizo la misma travesura a él, con el mismo resultado. Desde entonces ni uno ni otro se tuvieron confianza entre sí.
Por lo tanto, el juego entre ambos se acabó permanentemente. Uno de los dos muchachos violó la ley de la amistad, perdió la amistad del amiguito y al final de cuentas, perdió hasta el juego. “No es posible comernos a nuestros amigos y seguir teniéndolos”.
No podemos violar la ley del amor, como tampoco podemos violar la ley de la gravedad y resultar ilesos. Supongamos que la ley de la ayuda mutua, que es la ley de la vida que rige nuestros órganos y los miembros de nuestro cuerpo, fuera violada por los miembros:
el estómago y el corazón rehusándose a realizar su labor; los pies rehusándose a cooperar, uno yendo en una dirección y el otro en otra; las arterias y las venas obrando independientes; en pocas palabras, supongamos que los órganos de nuestro cuerpo se vuelven egoístas y quieren competir entre sí en lugar de cooperar; nuestro sistema entero se vendría abajo y moriríamos.
Si cada miembro tendiera a salvar exclusivamente su vida con perjuicio del resto, la perdería. Únicamente cuando todas las partes se pierden en el conjunto cooperando armónicamente, salvan su vida y la del conjunto que es nuestro cuerpo.
Esta ley de la ayuda mutua no es algo que se le ha impuesto a nuestro cuerpo arbitrariamente, no; está escrita en la constitución misma de él. Como nadie ha impuesto esa ley, nadie impone el castigo; ambos son inherentes, obran por sí mismos. Violemos la ley de la ayuda mutua y el resultado se dejará sentir automáticamente: el colapso y el desastre.
Padre Celestial, nos acercamos a ti como hijos insensatos, tontos, porque quisimos vivir en contra de tus leyes perjudicándonos. Perdónanos y danos sentido común para que podamos comprender que tus leyes de amor y que tus leyes son nuestra vida. Por Cristo Jesús. Amén.
Tomado del libro: Vida en abundancia