Juan 8.31-32; Romanos 6.16-23; Gálatas 5.1
¡El Reino de Dios está a tus puertas! El que da albergue al pecado se encuentra en medio de dos fuegos: el Reino de Dios que está en su interior y el Reino de Dios que está a sus puertas.
Tiene que vivir en medio de dos protestas, la protesta de lo que él realmente es, en contra del mundo falso que se ha creado, y la protesta de lo que él puede ser. Una protesta procede del Reino que está en él y la otra del Reino que lo rodea.
El pecado es atrapado en un movimiento envolvente. Este entrometido, el pecado, tiene que rendirse y sucumbir para que el hombre pueda vivir.
Cuando el pecado es destruido, el Reino interior y el Reino exterior se unifican y el hombre es poseído por una unidad interior: ¡por la Vida! El hombre entonces ya es verdaderamente natural, y su vida se hace armoniosa y adecuada.
Jesús expresa esto así: “Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿Quién os dará lo que es vuestro? (Lucas 16.12). ¿Qué es eso que se nos puede “dar” y sin embargo es nuestro? ¿Qué puede ser sino el Reino? El Reino de Dios es nuestro.
Así está escrito en la constitución de nuestra naturaleza, es nuestra naturaleza misma; pero el Reino también nos es “dado”, se nos “da” cuando nos sometemos a El y le permitimos que se adueñe de nosotros.
Esta paradoja se explica así: cuando encontramos este Reino Invasor nos encontramos a nosotros mismos. No discuto, únicamente testifico que mientras más pertenezco al Reino, más me pertenezco a mí mismo. Cuando intento vivir en contraposición con los designios del Reino, pierdo éste y me pierdo a mí mismo.
Aquí, pues, en el Reino, encuentro mi libertad perfecta. Pensemos en la paradoja que encierra esta declaración: en el Reino soy gobernado y a la vez soy completamente libre.
La libertad de la locomotora se encuentra en los rieles por los cuales corre; la libertad de la electricidad está en los alambres que le sirven de conductores. Lo mismo sucede en relación conmigo y el Reino, cuando “me es dado lo que es mío”.
Dios mío, por fin puedo ver claramente. Acepto el yugo del Reino y lo siento suave, porque Tu yugo y mi anhelo coinciden. Tomo mi carga y la siento ligera, porque Tu carga es mi riqueza, y, naturalmente, así tiene que ser ligera. Te acepto y me encuentro en Ti. Gracias, Señor. Amén.
Tomado del libro: Vida en Abundancia