Filipenses 1.12-18; Hechos 16.6-10; Gálatas 4.13
Si los que no conocen a Dios desperdician las oportunidades que les brinda el dolor, los cristianos debemos aprender a hacer que nuestro dolor sea productivo. El dolor puede ser utilizado con un fin; ése es el dolor redentor.
Pablo nos habla de “el dolor que es según Dios”. Como dice la versión de Moffat: “El dolor que se le permite a Dios guiar”. Puede haber dolor que es “según Dios”, es decir, guiado por El. Esta clase de dolor es la que puede contribuir a refinar nuestro carácter, a pulir nuestra ternura, a hacernos más útiles. Es como el dolor del alumbramiento: da origen a una nueva vida.
Veamos, por ejemplo, el dolor más difícil de soportar, el de ver frustrados en su totalidad los planes de nuestra vida. Por lo general, un dolor de tal naturaleza tiende a confundirnos, toda vez que todo lo teníamos encaminado hacia un fin de acuerdo con nuestros planes. ¿Qué hizo Cristo en un momento semejante? Un pequeño incidente nos revela su secreto.
Cuando Jesús curó al endemoniado y la gente vino y lo vió vestido y en su juicio, tuvo miedo esa gente. ¿Miedo de qué? ¡De la salud! Y le rogaron a Cristo que se retirara de sus costas; su presencia les había costado mucho. ¡Jesús creía que los hombres valen más que los puercos; pero quien piense eso es peligros! Desconcierta, y a algunas personas las descorazona, descubrir que sus mejores esfuerzos se estrellan contra la ignorancia y la codicia.
Pero ¿acaso Jesús se sintió estorbado por esa ignorancia? No, de ninguna manera; sólo se desvió su gracia, siguió otro camino. ¿Se embarcó sintiéndose frustrado? ¡No! Su gracia se desvió hacia otras gentes y otras situaciones.
Como resultado de aquella circunstancia, que para otro habría sido motivo de desilusión, realizó algunos de los actos más grandes de su vida: curó al paralítico, hizo el llamamiento a Mateo, curó a la mujer que padecía hemorragia, levantó a los muertos y mostró a las gentes su verdad.
Su aparente fracaso se convirtió en un éxito rotundo. Si no hacía una cosa, hacía otra, y esa otra cosa tenía un carácter más hondo; se traducía en una victoria sin igual sobre la amargura y sobre los resentimientos. Hizo que el “lo otro” fuera más excelente que el “esto”. ¡Obtuvo no una simple, sino una doble victoria!
Oh Cristo mío, con tu ayuda evitaré que las dificultades estorben mis planes. En ningún caso me detendré. Buscaré la manera de rodear cuando no pueda atacar de frente. Dame la fortaleza de espíritu que se puede doblar momentáneamente, pero que no se quiebra. Quiero levantarme a pesar de las dificultades de la vida. Ayúdame a estar a la altura de mi puesto como cristiano. Amén
Tomado del libro: Vida en abundancia